Texturas

Fabio Carreiro Lago
24 de octubre de 2024 (20:28 CET)

El pasado martes 22 de octubre se produjo el Encuentro literario “Texturas” en el CIC El Almacén de Arrecife organizado por el Área de Cultura del Cabildo de Lanzarote en colaboración con la Asociación Karmala Cultura. El encuentro consistió en una conversación entre la antropóloga Marianna Amorim y los escritores Roy Galán, Sara Torres y en la que también tuve el honor de participar. Una conversación que giró en torno a algunas cuestiones que normalmente pertenecen a la intimidad, alrededor de la ausencia en la literatura.

¿Qué ocurre cuando se pierde una casa o perdemos a un ser querido? ¿Qué tipo de relación establecemos con lo perdido? ¿Cómo sostiene la memoria lo matérico y cómo lo puede convertir en material para la escritura? La poeta norteamericana Elizabeth Bishop en su célebre poema Un arte reflexionaba sobre “el arte de perder” como una disciplina a la que nos acostumbramos fácilmente. La pérdida es inevitable e inherente a la vida, nos conmueve o nos asusta porque muestra nuestra fragilidad pero también alienta la inspiración.

Tanto Sara Torres como Roy Galán perdieron a sus madres siendo muy jóvenes. Esta circunstancia ha marcado sus obras de forma profunda. En mi caso, los diferentes lugares en los que viví durante mi infancia y juventud han creado un desarraigo que me lleva siempre a un extraño deseo de permanecer incluso cuando sé que es absurdo o imposible. A estas alturas de la vida todos: Roy, Sara y yo hemos perdido las casas de la infancia. Roy recordaba cuando derribaron la suya, “una casa que parecía de brujas”. De ese tiempo inocente ya casi nada existe. De ello hablamos al principio de la conversación, tras la invitación de Marianna Amorim que planteó, desde una perspectiva antropológica, las costumbres y ritos que construimos como sociedad y como individuos para sobrevivir a las pérdidas y las ausencias.

¿Qué puede despertar el recuerdo de lo ausente? En un momento de la conversación Sara Torres tuvo la generosidad de compartir algo personal que esa misma mañana le había ocurrido en una notaría de Arrecife. En un poder había visto escrita la dirección que se correspondía con el piso donde vivía su abuela en Gijón. Leer esa dirección despertó el recuerdo de la joven Sara llamando al timbre de la casa donde vivía su abuela. Podía sentir que en ese momento llamaba a ese timbre. Esta anécdota resulta un pretexto para reflexionar sobre los mecanismos que activan la memoria. Y Sara plantea otra vieja cuestión ¿Qué nos lleva de la memoria discursiva a la memoria sensitiva? 

Podría ser cualquier cosa. Yo mismo había escrito un texto que se repartió para los asistentes a la conversación, a partir de lo que me sugirió encontrar en el contenedor de reciclaje de papel de una clase los dibujos de un alumno que me recordaron unos garabatos que hacía mi abuelo en el cuaderno donde apuntaba los números de la bonoloto. Mi abuelo que murió a principios del curso pasado y cuyo recuerdo puede aparecer en algo, aparentemente, tan ajeno.

Lo que fueron contando Sara y Roy me llevó a recordar dos libros fundamentales en la poesía gallega y española de los últimos años: Tempo Fósil de Pilar Pallarés, donde la autora evocaba la casa familiar perdida tras las obras de ampliación del aeropuerto de La Coruña y Sonora de Chus Pato, galardonado este año precisamente con el Premio Nacional de Poesía donde sus poemas experimentales conversan con la muerte y sobre el que la propia autora ha declarado que lo escribió al sentir la orfandad producida por la pérdida de su madre como “un hecho físico”.

Cualquier cosa material podría despertar la memoria sensitiva. ¿Por qué? He aquí donde se encuentra el misterio, donde empieza el territorio de la literatura. Después las mismas obsesiones compartidas para evadirse: sentir, tener una casa. Una casa propia en cualquier lugar absurdo donde permanecer. Algo así como un cuarto del siroco, una estancia como la que existía en algunas casas de Sicilia para refugiarse de la furia de los vientos de los desiertos de África, en realidad, una metáfora de las eternas dificultades de cualquier existencia. Así siguió la conversación sobre la capacidad de transformación y reelaboración del pasado por parte de la memoria, la cuestión de la culpa y, por último, el placer.

El placer como la mejor manera de defenderse de las pérdidas, del pensamiento de la muerte, como plantea Sara Torres en su novela Lo que hay y de la misma manera que sugiere Almodóvar en su última película La habitación de al lado. Así se dispusieron las distintas texturas de una conversación inagotable. Al final todo está destinado a perderse. Quizás por ello algunos encontramos siempre una eterna dificultad: escribir como un modo de permanecer en algún lugar.

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