Saif

2 de abril de 2025 (20:02 WEST)

Llevaba más de media hora en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, mirando para todos lados, buscando motivos que me permitiesen estar ocupado, por lo menos un rato de los muchos que tenía por delante para enlazar con otro vuelo.

No faltaban, nunca faltan, en las grandes estaciones, focos de interés. Gente con prisas, funcionarios agobiados, controles impertinentes, luces, consumo desbordado, estrés, cortisol, sobre todo eso, cortisol.

Siempre me impresionaron los movimientos de las grandes estaciones y nunca falta el estrés en los traslados. 

Obligados a esperar, pues no estaban expeditos los mostradores de facturación, permanecíamos en la enorme sala señalada con la palabra “Salidas”. 

Quienes accedían se encontraban con jóvenes, ofreciéndose a forrar con plásticos las maletas que portaban. Armados con un rollo de polietileno azul, que trasladaban en un carrito, animaban a los viajeros a proteger sus pertenencias, y lo hacían con voz tímida, algunos, otros con señas, todos con inseguridad.

Ellos lo sabían, también los pasajeros, que estaban en un sitio donde no podían estar, que eran inmigrantes haciendo un trabajo que no podían hacer, compitiendo con puestos autorizados que cobraran por servicios parecidos. No conseguían demostrar sus aptitudes, las prisas luchaban contra el interés y pocos aceptaban el servicio.

Pretendía conocer más de esa actividad, pero comencé fracasando. El primer joven que abordé entendía el español, me explicó que no podía decir nada, que trabajaba en negro, que estaba ilegal. Insistí expresando que no lo comprometería, que mi pretensión era trasladar sus experiencias a un periódico, que no apuntaría nada que lo identificase, que mi interés era ayudar, y que el suyo, si confiaba, era ayudarme a escribir el artículo.

Negando con la cabeza, con evidente desconfianza y oteando hacia atrás y los costados, señaló a un joven que se aproximaba, asegurando que ese colega suyo me respondería.

Por informaciones de prensa se sabía que en Barajas vivían muchos inmigrantes ilegales, que allí pasaban sus días y noches, comiendo, y durmiendo donde y cuando podían, utilizando los servicios públicos y defendiéndose, también como podían, de las normas que los perseguían.

También había leído que la presencia de ellos había generado ciertas controversias, que los trabajadores, sobre todo los nocturnos, denunciaban ciertas inseguridades, robos, agresiones.

De todo eso quería hablar con quien no quiso, a diferencia del segundo señalado, joven, muy joven, que a diferencia del anterior estaba bien vestido, limpio y con aspecto saludable.

Su manejo del idioma era básico, al principio no entendió las cuestiones, pero sí el contexto, que le permitían decir sí o no. Si bien el intercambio comenzó con dudas, al identificarme y manifestar lo que pretendía, no dudó, con grandísima ingenuidad, escribir su nombre y apellido, al que dejaremos en Saif.

Sonreía, el contexto me aclaró su nacionalidad y lugar de procedencia, el tiempo que llevaba en España y la distancia que lo separaba de sus orígenes.

Había llegado en patera a la isla de Fuerteventura, de allí lo trasladaron a Las Palmas, luego Murcia, donde arribó con algunos compañeros de aventura y finalmente Madrid. De los 19 años, casi los últimos dos, los había vivido como inmigrante, dormía en la calle o en casa de algún amigo y en un carrito del aeropuerto cargaba sus enseres: una mochila y el rollo para embalar. 

Cuando la profundidad de la conversación lo exigió, me dijo que tenía que llamar a alguien, que sabía hablar español.

Tras presentarme al nuevo interlocutor, le expliqué lo que pretendía y él trasladó al chico lo que yo quería saber. No hicieron falta muchos intercambios para comprender que estaba frente a dos personas fuera de lo común.

La información que recibí es la que quiero contar, relacionada con lo que sintió al salir, por qué lo hizo, si la administración de su país de origen no les informaba de lo que les podría pasar, de lo que les estaba ocurriendo, de lo que les había ocurrido, de las pérdidas de vida, de las penurias.

Todo junto, como si estuviese redactado, lo expuso el traductor con claridad. "Tiene que saber que los emigrantes no escuchan advertencias. Ellos conocen en sus pueblos a los que vuelven, y los ven con un coche, ayudando a la familia a construir una casa. Los pocos afortunados que regresan cuentan las bondades de un país, de un continente, que premia los esfuerzos con trabajo y riqueza. Por eso hacen oídos sordos de los otros, que fracasaron, que no regresaron ni regresarán porque no pueden, obligados a trabajar fuera de un sistema que les reconoce derechos, sin protecciones, sin horizontes para el futuro.”

Quien me estaba diciendo eso, compartiendo los sentires de Saif, llegó a España con visado. De profesión ingeniero, estaba pendiente de entrevistas de trabajo, de promesas. Mientras tanto, acudía a la terminal a forrar maletas, buscar comida y encontrarse con otros connacionales que la buscan.

Conocía al chaval, a quien ayuda, muchas noches duerme y se ducha en su casa, porque considera una obligación ayudar. Sabe que con entre los que llegan lo hacen muchos "malos", que los hacen quedar mal y de los que también ellos necesitan protegerse.Los identifican pronto, no son de los que aprenden pronto el idioma, que demuestran, que son corteses y respetuosos, que no escapan de las fuerzas de seguridad.

Antes de despedirnos, le pregunté a Saif cuántos servicios calculaba que había perdido durante el tiempo que le robé.No entendía, y cuando lo hizo, se negó a responder. Se negó a mi pretensión de “abonarle” el trabajo realizado, juntando las manos como si fuese a orar y tocándose el corazón, repitió muchas veces: no, no, no.

No los puedo olvidar, podrán ser inmigrantes ilegales, son también inmigrantes vulnerables, ¡el futuro!, pero no se los ofrecemos.

 

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