Siempre he pensado que la psicología era esa gran promesa, la panacea del siglo XXI, el chaleco salvavidas en un mar de crisis existenciales. Spoiler: no lo fue. Y no porque no haya puesto de mi parte, ojo. Me leí los libros, hice los ejercicios, respiré profundamente y hasta mantuve un diario emocional que parecía escrito por un adolescente en plena revolución hormonal. Pero aquí estamos, soledad intacta, corazón con más grietas que una carretera secundaria y la cuenta bancaria más ligera que mis expectativas en terapia.
Cuando empecé este viaje, me dijeron que todo era cuestión de "gestionar mis emociones". Como si el vacío existencial se organizara en archivadores y un simple "déjalo fluir" fuera suficiente para que el nudo en la garganta desapareciera. Me dieron frases motivacionales, técnicas de respiración y, cómo no, la estrella de la función: la validación emocional. "Es normal sentirse así", me decían. Ah, perfecto, entonces ya está. Estoy en mi derecho de sentirme como un figurante de película triste, ¿pero alguien me dice cómo se soluciona?
Probé con varios psicólogos, cada uno con su estilo. Uno me hablaba de la importancia del "autoconocimiento", otro me vendía el mindfulness como si fuera el Santo Grial, y otro insistía en que todo se resolvía con "reencuadrar mis pensamientos". A todos les di una oportunidad, pero al final sentía que me daban herramientas genéricas para problemas que no se arreglan con teoría.
También me hablaron de la importancia de "salir y conocer gente". Que si eventos sociales, que si apps para hacer amigos, que si entablar conversación con desconocidos en la cola del supermercado como si la vida fuera una comedia romántica. Lo intenté, de verdad. Me metí en grupos de actividades, fui a quedadas de gente "afín" (mentira, no lo eran) y hasta intenté que la conversación con el camarero del bar durara más de dos frases. ¿Resultado? Conversaciones forzadas, contactos efímeros y una sensación aún mayor de que, al final, la conexión genuina no se consigue con una pauta de manual. Ah, y muchísimo ghosting, porque al parecer, hoy en día la gente desaparece más rápido que mis ganas de seguir intentándolo.
Y es que la soledad no deseada es la epidemia silenciosa de nuestro tiempo. Nos venden la independencia emocional como si fuera un superpoder, pero en realidad nos estamos acostumbrando a vivir en burbujas de individualismo donde el vínculo humano se ha vuelto un lujo. No es solo un problema personal, es social. La gente ya no sabe cuidar afectos, mantener lazos o, peor aún, asumir la responsabilidad afectiva que conlleva conectar con alguien. Nos hemos vuelto maestros en los mensajes sin responder, en los “ya quedaremos” que nunca llegan y en los afectos con fecha de caducidad.
No digo que la psicología no sirva, que nadie se me ofenda. Seguro que hay gente a la que le ha cambiado la vida, que ha salido de terapia convertida en una versión iluminada de sí misma. Pero para mí, gestionar la soledad con herramientas psicológicas fue como intentar reparar una tubería rota con tiritas. Al final, la fuga sigue ahí y tú acabas empapado.
Así que aquí estoy, sin un manual de instrucciones efectivo, pero con la certeza de que la soledad no se "gestiona", se sobrevive. Y a veces, la mejor terapia es un café con alguien que te escuche sin cobrarte por hora.