Palabras

Ginés Díaz Pallarés
31 de julio de 2019 (21:00 CET)

Gdp-I_17

Entro a contemplar el mundo desde otra atalaya, me siento y medito. Hoy han pasado muchas cosas extrañas; hay una inquietud general en el ambiente y mi ser se desfocaliza y se desmoraliza con facilidad. Tengo miedo. Recojo los añicos y vuelvo a tomar la respiración, a tomar mi cuerpo. Pero, de nuevo, todo se descompone; hay una tormenta de pensamientos, rayos que caen de las cuatro latitudes. Me duele la cabeza con intensidad en un punto muy focalizado del espacio, pero no consigo relacionarlo con nada; no encuentro su raíz y me siento vendido. Así que solo me queda la voluntad de permanecer en la tormenta, relajarme y esperar a que pase.

No me relajo, pero termina pasando. De pronto, todo brilla con una paz y un resplandor ya conocido, pero más intenso por el contraste con lo pasado. Ahora ya sí, respiro lo mínimo respirable, sostengo el momento y lo regalo. Y me siento emparejado con un viejo árbol, el respira el CO2 y me regala oxígeno. Yo respiro oxígeno y le regalo CO2. Él toma la luz y me regala belleza, combustible y frutos; yo tomo la belleza y sus frutos y sus maderos y le reparto sus semillas; le regalo mi gratitud y me regalo como abono.

Nuestras inteligencias están sintonizadas y, hacia dónde miramos, bacterias, insectos, reptiles, mamíferos, algas, líquenes, yerbas, plantas? todo está igual. De pronto, siento una tremenda inquietud y vuelve la punzada en algún lugar de mi cabeza que ahora no tiene límites. Sigo el dolor, entro en él, es un túnel rojizo arrugado con poca luz; avanzo un rato y, de pronto, "oigo" unas voces muy extrañas. Es otro idioma, otra forma de comunicar. Es más como si lo oliera que oírlo, pero no tengo problemas en comprenderlo. Ni siquiera son palabras. Pero en mi mente se traducen en palabras.

Comprendo. Una posidonia, un pino, un ciprés, un tejo, un olivo y alguno más están conversando. Son los más antiguos del planeta y están inquietos; discuten respetando los turnos, pero con mucha contundencia. Me recuerda las películas del oeste cuando los indios se sentaban a debatir qué hacer con aquellos hombres blancos que todo lo querían poseer y nada querían dar. Hombres que pensaban que la vida podía funcionar solo inhalando. Y que cuando se dieron cuenta que eso no funcionaba, exhalaron toda la mierda junta. Toneladas de residuos que habían ido acumulando, radiactivos, CO2, plásticos, químicos, etc. imposibles para el resto de la vida de inspirar así de repente. Como si quisieras respirar sacando la cabeza por la ventana de un avión.

Después de un largo debate en el que la idea principal era modificar el sistema y que los vegetales intercambiaran la respiración, es decir, empezar a tomar oxigeno y soltar CO2. Y de oír muchos argumentos en pro y en contra, la mayor parte iba en el sentido de dejar discurrir las cosas sin intervenir. Pero los más jóvenes, una y otra vez, hablaban del dolor insoportable a que estaban siendo sometidos. Pero los viejos les recordaban la cantidad de vida inocente de especies que iban a caer y lo que eso iba a arrastrar a otras de su mundo vegetal. Las flores, decía el más viejo, cuántas flores perderemos después de tanto esfuerzo creativo. Además, recuerden cuando les bajamos de los árboles, la ilusión depositada en aquella incipiente y nueva inteligencia. Y en la esperanza que nos esparcieran por el universo.

En esas estaban dándome de rebote una lección de la vida inimaginable para mí. Porque el tiempo es otro cuando escuchas. De pronto, no sé cómo, el ciprés que era el o de los más viejos, me miró, porque yo estaba dentro de sus raíces. Me miró. 

El idioma. Las palabras no están todavía evolucionadas para definir ese "me miró"; no lo sabemos, pero cuando nos bajaron del árbol nos convirtieron en palabra. Y las palabras, sean números o letras, aun son idiomas muy básicos para entender el mundo, ni tan siquiera para entendernos nosotros.

Salí, volví a mí. Respiré, luego respiré lo mínimo posible, mantuve el momento y lo regalé. No hay ninguna diferencia en abrir los ojos en el patio donde estoy que en el cementerio. Olores, pájaros, un perro lejano, un avión que pasa y el camino a casa. Y ahí sigue el universo esperando si esa incipiente inteligencia es capaz de recordar que la base, aquí y allá, es tomar y dar en un equilibrio que solo lo puede establecer el amor. Pero esa es otra palabra para la que la palabra no tiene palabras.

Señor Ciprés, solo puedo llorar. Y lloro y lloro y justo eso era el dolor de cabeza, una nube que no rompía.