Los niños del subsuelo, la orfandad del alma

22 de febrero de 2025 (17:57 WET)

Tanya tenía las piernas entumecidas por el frío. Vivían bajo el asfalto, en el subsuelo por donde pasaba el metro. Solo eran niños extraviados de un sistema que no supo acogerlos. Nicolás ya estaba acostumbrado a deambular por las calles en busca de alimento antes de regresar a su particular infierno.

Sin recuerdos gratos, carecían de refugios emocionales donde cobijarse, ni siquiera en la evocación de tiempos mejores. Cuando la vida nos priva de vínculos significativos, el vacío puede tornarse insoportable. Yo, por fortuna, pese a cualquier adversidad, siempre encuentro un lugar al cual retornar: la calidez de ciertos momentos que sirven de anclaje en la tempestad. Pero no todos los niños tienen ese privilegio.

No obstante, como sostenía John Bowlby, siempre es posible construir nuevos recuerdos. A veces, basta con que alguien —una maestra, un adulto cualquiera— nos susurre: “Estoy aquí y creo en ti”.

Que importante  es atesorar pequeñas gotas de amor en nuestro interior, pues en épocas de aridez serán las que nos inunden de frescura y nos ayudarán a seguir.

Resulta fácil emitir juicios cuando se desconocen las circunstancias. Quizá, al ver a Nicolás y Tanya emerger de un túnel en la boca del metro, alguien pensaría con desdén: “Qué niños tan sucios”, apartándose de su camino. Pero ellos estaban allí porque la vida los dejó solos. Y, sin alternativas, optaron por huir.

Siguiendo con la teoría del apego de Bowlby: “La confianza en la figura de apego es la base de una personalidad estable y segura.”

Los vínculos afectivos son la piedra angular de la estabilidad emocional. Cuando estos fallan, la psique se resiente. En particular, el apego evitativo surge cuando los cuidadores, ausentes o emocionalmente inaccesibles, no responden a las necesidades del niño. Ante la repetida frustración, el menor aprende a desactivar su necesidad de apego, convencido de que es preferible la autosuficiencia afectiva a la decepción recurrente. Siempre es reconfortante contar con un hogar al que regresar, un espacio donde hallar cobijo tras las embestidas de la vida.

Nicolás, Olia, Tanya y muchos otros crecieron despojados de alma, expuestos al mundo en su absoluta desnudez. Su orfandad no era solo física, sino también emocional. Carecieron de aquello más esencial: unos padres que les protegieran del peligro, un referente que les guiara.

Mary Ainsworth subrayó la importancia de la calidad, más que de la cantidad, en los cuidados recibidos por los niños. Concluyó que la sensibilidad materna ante las señales de sus hijos es crucial para el desarrollo de un apego seguro.

Durante décadas se ha repetido el mantra: No cojas al niño en brazos, que se acostumbra. Déjalo llorar. Sin embargo, la evidencia demuestra que no atender al llanto infantil no solo es un error, sino que erosiona la confianza en el otro.

Los niños con apego seguro expresan abiertamente su necesidad de consuelo tras separarse de su madre y, al reencontrarla, muestran alivio. Confían en que ella siempre estará ahí. La madre, a su vez, sabe interpretar las señales no verbales de su hijo y responde con empatía, estableciendo un diálogo silencioso pero profundo.

En cambio, los niños con apego inseguro no logran manifestar su angustia. Aunque su pulso se acelere y los niveles de cortisol se disparen tras la separación, su conducta no refleja esa ansiedad. Han aprendido que no pueden confiar en la constancia del afecto materno. Al reencontrarse con ella, no expresan ni su necesidad de alivio ni su deseo de proximidad, aparentando indiferencia ante el afecto. Estás huellas no desaparecen en la adultez.

—Oye, Nicolás, ¿qué le pedirías a alguien que llegara aquí ahora? —preguntó Anastasia. Nicolás se puso en pie y respondió:—Yo solo quiero que me quieran.

El destino de estos niños no es solo el resultado de sus circunstancias familiares, sino también el reflejo de una sociedad que, en su afán por reverenciar el progreso, olvida socorrer a los necesitados. Se confunde la caridad con el ocio, se relega la ética y se despoja a los sentimientos del peso decisivo que deberían tener en la vida.

Por razones personales, he estudiado en profundidad las teorías del apego. Aún resuena en mi mente la impresión que me dejó un documental sobre los niños del metro de Moscú. La imagen de aquellos pequeños, desamparados en la oscuridad de los túneles, sigue persiguiéndome. Y sigo aprendiendo, pues muy de cerca he conocido a un niño que, sin palabras, clamaba por ser querido. Como padres, debemos cambiar el si te portas mal, te dejo solo  por vamos a hablar y encontraremos soluciones. Darles confianza en vital, para que exploren el mundo, pero que sepan que estamos ahí. 

Es un alivio tener un hogar al que regresar; aunque la vida nos golpee sin piedad, aunque no siempre logremos lo que anhelamos, hay un valor inconmensurable en el cobijo de los buenos recuerdos. Pero Nicolás, Olía, Tanya y tantos otros nunca tuvieron esa certeza. En su mundo, el amor era un lujo inalcanzable.

Creo que el mayor lujo de la vida, no es la abundancia, sino tener la certeza de haber sido querido.  El alma de un niño sin apego, en la infancia es como un rompecabezas donde faltan las piezas del amor, y la conexión que les ayudará a ser el puzzle completo, cuando sea un adulto.

Quiero hacer una aportación, a lo que ha escrito Juani. 

"El deseo de tener personas queridas a tu lado, y un lugar donde sentirse protegidos, era el sueño de,esos niños. Sin embargo,eso no les fue concedido  debido a sus situaciones trágicas y melancólicos, sus vidas estaban marcadas por la tristeza, y la soledad , impidiéndoles tener, lo  que tiene cualquier hijo/a en una relación verdadera en familia.

Las sensaciones que sentíamos de pequeños; el abrazo de nuestros padres, la nostálgica brisa del aire cada vez que nos invitaban a dar una vuelta, los amigos que hicimos en nuestros senderos de vida y felicidad... Todas esas memorias fueron incapaces de ser generadas en sus cerebros, porque estaban solos, como si vivieran entre nubes oscuras, que no les dejaban sonreír. 

Los niños/as de ese gélido centro terminaron siendo memorias olvidadas de sus progenitores, y no pudieron evitar el triste acto de observarlo con su memoria fotográfica cada vez que se cuestionaban el por qué estaban ahí en el primer lugar.” 


 

Juani Alemán Hernández y Felipe Solís Valencia. 

 

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