La primera vez que oí hablar de Nicanor, fue a través de Maruchi, directora, desde hace casi cuatro décadas, del Archivo Histórico de Teguise. Ella frecuentaba La Madriguera prácticamente desde su apertura y en aquel lejano otoño prepandémico de 2019, recibí algunos misales antiguos, entre ellos uno escrito en latín, de 1841. Recuerdo que Maruchi, cazadora de tesoros bibliográficos, lo adquirió para regalárselo, y fue entonces cuando escuché, en primicia, el nombre de Nicanor, el cura graciosero, coleccionista de misales. Luego él mismo empezó a venir por la librería, buscando ejemplares, y hasta la fecha sigo avisándole cada vez que recibo esa clase de material litúrgico. Poco a poco fuimos entablando relación, que al principio, como es habitual, se limitaba al típico trato entre librero y lector interesado en determinado tipo de literatura. Pero con alguien tan carismático como Nicanor, es imposible permanecer al margen, aunque yo diría que no fue hasta que me mudé a su barrio, hace apenas un año, cuando nuestros vínculos comenzaron a estrecharse, dando lugar al nacimiento de una incipiente amistad, que se ha ido fortaleciendo con el transcurso de los días.
Y como ahora vivo cerca, muy cerca de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, de la que Nicanor es párroco, ya sea por sacar a mi perrita Duna al descampado que la rodea, o de camino al supermercado, nos encontramos a menudo y hasta charlamos un ratillo frente a la cancela del templo cuando se tercia. E incluso si no lo veo en persona, escucho el dulce tañido de sus campanas. Los lunes a las ocho en punto de la mañana nos da la bienvenida a los vecinos y los domingos a las once, antes del mediodía, despide la semana con su música. Justo mientras escribo estas líneas su sonido me acompaña. Además, fueron precisamente esos sones del badajo los que propiciaron un acercamiento por mi parte. Me explico. Resulta que hace casi dos meses, el lunes 20 de febrero, en plena resaca carnavalera, yendo temprano a tirar la basura a los contenedores de la calle Extremadura, vi que habían arrojado, sin compasión, una estructura de madera blanca en forma de paloma de la paz, entre la mugre del piso. La imagen me impactó tanto que se me ocurrieron unas líneas y tras pasear a Duna y escuchar la llamada matutina a misa de Nicanor, me fui corriendo a casa y escribí una décima que le dediqué al maestro don Jaime Quesada:
La paloma de la paz
la han botado a la basura,
carnaval de la incultura
en la isla del antifaz;
en el barrio no hay solaz,
toca el cura la campana,
Nicanor con la sotana
despertando a los vecinos:
¡vengan pa misa cochinos,
ocho ya de la mañana!
En el fondo solamente era un intento poético, aliñado con cierta dosis de humor negro, de capturar aquel momento en versos octosílabos, pero cuál no sería mi sorpresa cuando, un mes después, el viernes 17 de marzo, al encontrármelo de nuevo aferrado a la cuerda de la campana, decidí enseñarle la décima. Nicanor no solo supo valorarla, sino que incluso le hizo gracia y soltó una carcajada cristalina, burlándose de sí mismo. De inmediato me pidió que se la enviase por wasap, cosa que hice con gusto. Y a raíz de ese incidente, que podría haberse quedado en una mera anécdota, hicimos muy buenas migas. Me confesó que ha recibido muchas críticas, tanto a través de mensajes virtuales como en el buzón por carta, por tocar las campanas a deshoras, en temporales intempestivos, pero que no piensa dejar de hacerlo, por más que la gente esté en todo su derecho de protestar. En su defensa he de añadir que, aun siendo un maniático de los ruidos, que duerme con tapones y no logra conciliar el sueño si no hay silencio, a mí ese tintineo no me molesta en absoluto. Puede que en el pasado lo hubiese hecho o lo haría si repicasen de forma continua y automática como las de las grandes iglesias o catedrales, pero que lo haga equis días, a unas horas en concreto, más que crisparme los nervios, me tranquiliza, es una rutina que me da paz, el saber que pase lo que pase ahí fuera, el cura de mi barrio seguirá tocando las campanas en el horario establecido, como Dios manda.
Y así llegamos al Viernes Santo y a la procesión del Cristo y de la Virgen, al rezo del viacrucis por las calles del barrio. Son casi las diez de la mañana, cuando rondo con Duna por los alrededores de la calle Oviedo, observando los preparativos. Hay una ambulancia aparcada y varios agentes de Protección Civil, junto a policías y cuatro miembros de la Benemérita, con sus tricornios alados. Los feligreses se agolpan a la entrada de la iglesia, aguardando la partida. Y en esto aparece Nicanor, ataviado con unos ropajes distintos a sus negros hábitos, revestido para la ocasión con lo que luego me enteraré que es la capa pluvial, preciosa prenda bordada en rojo y dorado, un bonete oscuro con pompón y unas gafas redondas, todo a juego. Parece transformado, investido de un poder y una dignidad mucho mayores de los que ostenta normalmente. Pero más allá de esas prendas solemnes, yace el mismo hombre bonachón y campechano, que conoce y saluda a cada devoto por su nombre, que siempre tiene a mano una sonrisa y una palabra amable y que se dedica a repartir caramelos de Ricola (con sabor a Fiori di sambuco) entre los presentes.
Tras ese goloso refrigerio, hay como una pausa, un silencio expectante y entonces suena, desde un altavoz en la pared, atronadora la música, las puertas del templo se abren de par en par y aparece un monaguillo portando un incensario, balanceándolo como un péndulo, y detrás los cuatro guardias civiles cargando a hombros a Cristo en la cruz. Los sigue el propio Nicanor, velando por el correcto protocolo eclesiástico, y otras cuatro señoras, costaleras de la Virgen de los Dolores. Y allí, en la mismísima entrada del templo, da comienzo la lectura de la 1.ª estación (son catorce en total) del viacrucis y escucho cantar a Nicanor, micrófono en mano, con su melancólica voz de barítono:
Dulce Redentor
Para mí era la pena de muerte
ya lloro mis culpas, os pido perdón…
MADRE AFLIGIDA
DE PENA HONDO MAR
LOGRADNOS LA GRACIA
DE NUNCA PECAR
Y como soy nuevo en Valterra y no he asistido antes a ninguna procesión en el barrio, decido seguirla, como un creyente más, acompañado de Duna, mi fiel escudera, el único animal de cuatro patas que asiste al acto. Siempre detrás de la Virgen, cruzamos la carretera y enfilamos por la calle El Malacabado, nombre de una nao de la flota pesquera de Lanzarote, en cuyo flanco izquierdo, a babor, se deterioran las viviendas de protección oficial (¿se les entregarán algún día las escrituras a sus legítimos propietarios o seguirán mareando la perdiz durante años?), cayéndose a cachos. Todo respira sencillez, pobreza y humildad, y de repente ya no me siento como un intruso, sino como un franciscano en comunión con Dios. La procesión avanza, el pequeño botafumeiro en forma de volátil humo blanco purifica el alquitrán, Yurima se une a nosotros frente al parque a mitad de la calle y a medida que se suceden las estaciones, percibo cómo los vecinos se alongan, asomados a los balcones y las terrazas, siguiendo el cortejo, persignándose al paso de las sagradas imágenes.
Es en la calle Clavijo y Fajardo (quien abogó por la prohibición de los autos sacramentales), frente a Urgencias del Centro de Salud de Valterra, ya por la décima estación, cuando me siento impelido a portear a la Virgen, cuya carga nos vamos turnando entre los moradores del barrio. Noto cómo el madero izquierdo se clava en mi hombro derecho, hundiéndose en mi carne, y acepto ese peso con alegría, por más liviano que sea —como todas las vírgenes, Nuestra Señora de los Dolores, aunque majestuosa, es una talla realmente frágil— contribuyo a levantarlo y me invade una rara sensación de comunidad que muy pocas veces he experimentado antes. Pero también caigo en trance, viéndome allí como cofrade, sufriendo una especie de desdoblamiento, al contemplarme a mí mismo frente a los cuatro picoletos que sostienen a duras penas la cruz: no podemos ser más distintos y, sin embargo, aquí estamos, hombro con hombro, todos reunidos bajo el mismo cielo, aunque probablemente no compartamos la misma fe ni el mismo credo, mas humanos al fin y al cabo. Porque yo profeso la religión de Paul Éluard (“Hay otros mundos, pero están en este. Hay otras vidas, pero están en ti”) y al menos a estas alturas, creo firmemente que, de existir un alma, no parte hacia otro mundo, sino que se queda aquí, en los lugares donde el cuerpo y el espíritu fueron felices. Simplemente cambia de dimensión, asciende de plano de existencia y por ese motivo somos incapaces de percibirla (la novela Planilandia es un buen ejemplo literario). Pero permanece en este planeta. Renace, de otro modo, en la Tierra, no encarnándose de nuevo, sino siendo libre, sin ataduras de ningún tipo. Para mí el paraíso son estas calles, los barrios de El Lomo y Valterra, la silueta ovalada del Charco de San Ginés, donde encuentro la felicidad a diario, con frecuencia aguardándome a la vuelta de la esquina, aquí me estoy quedando atrapado para siempre, en este laberinto del que no quiero salir, por cuyos recovecos vagará mi alma cuando esté muerto. A mí no me busquéis en el más allá, a mí buscadme por las calles de Arrecife, en los caserones abandonados, donde medre lo antiguo, allí y solo allí estaré esperándoos, oculto entre los escombros y las ruinas.
Dos mujeres musulmanas, envueltas en el chador, se entrecruzan con la comitiva católica poco antes del final y es un instante hermoso, cómo miran curiosas, agachando la cabeza en señal de respeto (no de sumisión), reconociendo al otro, al hermano que cree al igual que ellas y halla consuelo en Cristo o en Mahoma, en Dios o en Alá, en Valterra, Roma, Jerusalén o el Islam, porque ¿acaso el monoteísmo importa cuando el corazón humano sufre y goza? Y, por último, al concluir la postrera estación, después de más de un cuarto de siglo ausente (exceptuando las comuniones de mis primas), vuelvo a pisar una iglesia. Porque no lo hacía desde aquellos remotos veranos en Galicia, cuando fui monaguillo laico en la Capela da Virxe do Carmen de Muros de San Pedro, bajo la tutela de don Joaquín. Y a pesar de no tener las mismas creencias ni de abrazar los mismos dogmas, entro en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen y escucho las últimas palabras de Nicanor, su agradecimiento a todos los asistentes, empezando por los cuerpos de seguridad. Examino las imágenes veladas, cubiertas con telas púrpuras, tal y como lo estipula la rúbrica bíblica. El gran timón dorado con que pilotar la nave cristiana, junto a las catorce anclas, una por cada estación de la vía del dolor. Y, para terminar, la sobria representación de la última cena, con las butacas de los doce apóstoles dispuestas alrededor de una mesa frugal: el pan en el centro, la jarra de vino rosado a la izquierda y los racimos de uvas a la diestra, con los vasitos escolares de barro, esperando que alguien escancie la sangre de Cristo y refresque sus resecas gargantas. Pero al hacer el recuento, descubro que falta una silla. Está tumbada de costado, con las vestiduras de colores ensuciándose en el piso. E, ingenuo de mí, sin saber que estoy a punto de cometer el mayor de los sacrilegios, ignorante de la simbología, incorporo ese asiento, antes de que una doña, piadosa, me diga: “Disculpe, señor, pero esa silla va así. Es la de Judas”. Estupendo, he estado en un tris de indultar al traidor supremo, aquel que vendió a su Maestro por treinta monedas de plata. ¿Pero es que no seremos todos perdonados al fin, a pesar de lo que evangelice Mateo (26:24)? Sea como fuere, devuelvo a Iscariote a su sitio, a los pies de Jesús, y voy a sentarme en un banco frente al padre Nicanor, rodeado de su rebaño de feligresas, con quienes se saca una foto grupal, iluminándolas con su presencia, antes de desaparecer rumbo a la sacristía, dejando la iglesia a oscuras.