Se aproxima la celebración del mundial de fútbol en un país en donde no hay libertad, en donde no hay derechos ni igualdad en ningún sentido, en donde los derechos humanos brillan por su ausencia.
Un repulsivo país en donde amar a una persona de tu mismo sexo te puede llevar a la muerte, donde las mujeres pueden ser lapidadas públicamente y no tienen derecho alguno a nada.
Y donde han muerto 6.500 trabajadores en situación de esclavitud en la construcción de ese estadio.
Esto me recuerda la barbaridad que representa el dinero, ese poderoso caballero Don dinero, que hace que hasta los países que presumen de DDHH, hagan ojos ciegos y sean capaces de permitir que sus jugadores nacionales acudan a esa barrabasada absolutista.
Recordemos las palabras del embajador del mundial de Qatar, khalid Salman que afirmaba que “la homosexualidad es un pecado y una desviación mental”.
¿De qué les sirve llevar el brazalete arcoíris a ciertos jugadores si no se niegan a jugar y plantar cara? Aunque parece que aún queda esperanza, muchas personalidades de renombre se están negando ha participar en esta locura de mundial y es que esto debe ser lo normal, rechazar toda forma de represión, crímenes de lesa humanidad y no algo que parezca una proeza.
¿Hasta qué punto algo que se paga de forma privada por parte de los clubs o equipos debería consentirse por parte de las autoridades europeas o la comunidad internacional?
Los derechos humanos no pueden ser objeto de negociación, los seres humanos no somos objetos y considero que este acto de poner incluso en peligro a las personas que van a ir debe tener consecuencias y en este caso consecuencias económicas, porque visto lo visto es lo que le duele al fútbol. Ese país es el vivo ejemplo de lo que Margaret Atwood escribió en su distopía el cuento de la criada.