A Margarita Aparicio Morales

Alberto de León
13 de octubre de 2024 (11:00 CET)
Actualizado el 13 de octubre de 2024 (13:06 CET)

No me sobran las palabras para hablar de mi abuela. Quizás porque mi abuela era pequeña, pero certera, como las palabras mismas. Su labor era discreta, porque el silencio es elocuente, pero constante y generosa. Por eso no cabe tampoco su vida en un silencio, por eso este puñado de palabras.

Por lo poco que sé, ya que solo acudía a la memoria para rescatar la luz, la infancia de mi abuela fue la infancia de esta isla: una infancia huérfana en parte y casi siempre inhóspita. Pero, lejos de justificarse en el pasado, mi abuela nos dio una lección universal de humanidad que las mujeres entenderán muy bien: instaló su sentido en el futuro. 

Se preocupó de hacer la vida habitable para los que vinimos detrás, al cobijo de su generosidad. Preparó el espacio para la existencia de otros. Y lo preparó con mimo. Todo en ella fue regalo. Su vida fue toda gratuidad. 

Lo que queda del niño que fui agradece su labor: en ella se declinaba una forma distinta de ternura. Una forma preciosa, porque ella sabía bien lo que valía cada centímetro conquistado a la pura inercia de la vida. Conocía bien, sin necesidad de enunciarla siquiera, la forma elemental del amor. Eligió no pedir, no reclamar. Ella sabía que no había nada ahí que valiese la pena. Se hizo cargo de su vida. No hizo otra cosa que dar. Y se fue todavía dándonos las gracias.

Así era mi abuela. Como las contadas flores que crecen en la piedra, le bastó muy poco —casi nada— para revestirnos la mirada de alegría, para donarnos la discreción de su abundancia.

Margarita Aparicio Morales
Margarita Aparicio Morales (Tao, 1930 - Arrecife, 2024).

 

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