Abrir el grifo y que salga agua; presionar un interruptor y que se encienda la luz; marcar un número en un aparato y conseguir establecer una conversación con alguien, que puede estar incluso a miles de kilómetros de ...
Abrir el grifo y que salga agua; presionar un interruptor y que se encienda la luz; marcar un número en un aparato y conseguir establecer una conversación con alguien, que puede estar incluso a miles de kilómetros de distancia? Acciones tan cotidianas como éstas hubieranparecido cosa de brujería hace unos cuantos siglos. Sin embargo, aunque en el mundo actual la mayoría de los niños se cría sin imaginar siquiera que hubo una vida sin Internet, Lanzarote parece estar sufriendo un viaje hacia atrás en el tiempo.
Actualmente, en muchas casas de la isla, durante tres y cuatro días a la semana, del grifo no sale nada. Además, el pasado fin de semana también se quedaron sin luz, y el miedo a los apagones no ha abandonado del todo a Lanzarote. Y por si fuera poco, en zonas como Famara, la cobertura telefónica y la conexión a Internet han pasado a ser un milagro inalcanzable para muchos, que tienen que pasear con sus teléfonos y sus portátiles por el pueblo en busca de un rayo de cobertura que les conecte al mundo.
Los dos primeros temas, y especialmente el de Inalsa, forman parte del abandono en el que las instituciones han sumido a esta isla durante años, llevando a la ruina a las empresas públicas y prestando un servicio que está muy lejos del primer mundo y del siglo XXI.
El tercero, lo ha provocado el propio miedo a un posible peligro desconocido. La cruzada que muchos vecinos emprendieron contra las antenas de telefonía móvil dio sus frutos, consiguiendo que se retiraran muchos aparatos que no cumplían la legislación vigente o carecían de licencias. Pero la consecuencia ha sido inevitable. La isla ha perdido cobertura, y eso se sufre cada día en Famara, donde se apagaron las últimas antenas, pero también en otras muchas zonas, incluyendo la capital de la isla, donde empezar y terminar una conversación sin que se corte la llamada es hoy mucho más difícil que hace unos años.
El miedo es legítimo, y por supuesto también lo es exigir que se cumpla la legislación aprobada por las instituciones. Y si se estableció que una antena no puede estar cerca de un colegio ni de otros lugares sensibles, las empresas de telefonía tendrán que cumplirlo, a diferencia de lo que han venido haciendo hasta ahora, y buscar soluciones y ubicaciones alternativas.
Sin embargo, las instituciones tampoco pueden desentenderse del problema y también deberían entablar conversaciones con las operadoras de telefonía, porque la cobertura es a estas alturas un servicio básico y esencial, en una sociedad en la que, como se ha demostrado en Famara, casi todo depende de ello. Desde una simple conversación, hasta gestiones empresariales, como realizar reservas de clientes o poder cobrar con una tarjeta de crédito.
Por eso, no basta con obligar a las empresas a retirar las antenas, sino que también habría que buscar soluciones. Y además, sería obligado que la administración revise sus propias normas, que incurren en notables contradicciones.
La mayoría de los estudios científicos realizados hasta el momento sostienen que no se ha podido probar que las antenas de telefonía puedan causar problemas en la salud, pero tampoco hay estudios que concluyan que son inocuas. Y ante la ausencia de certezas, es lógico que se imponga la prudencia. Sin embargo, qué tipo de prudencia es alejar las antenas de los colegios, pero no de las casas, donde además de adultos también hay niños, que sólo durmiendo ya pasan muchas más horas que en los centros educativos.
Pero sobre todo, tendrían que plantearse qué sentido tiene aplicar leyes para controlar las antenas, cuando la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de decir que el peligro, en todo caso, puede estar más en el propio teléfono móvil.
De hecho, tras el estudio presentado hace unas semanas por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, la OMS ha clasificado los campos de frecuencia electromagnética que desprenden los móviles como un compuesto "posiblemente carcinógeno". Es decir, no está probado que provoquen cáncer, pero sí se admite que existe cierto riesgo que aún hay que seguir investigando. En cualquier caso, el mismo riesgo que, según esta evaluación de la Organización Mundial de la Salud, tienen unas 250 sustancias, entre las que se encuentran el café, el diesel o las fibras acrílicas.
¿Habría por ello que dejar de utilizar el teléfono? ¿Estamos dispuestos a renunciar a un avance que se ha convertido en esencial en el día a día de la mayoría de los adultos, y también de muchísimos niños?
Al margen de exigir que se cumplan o se revisen las normas, ése es el verdadero dilema que hay que responder. Porque lo que no parece lógico es demonizar a las antenas, cuando a lo mejor el supuesto riesgo está más cerca de lo que creemos.
De hecho, muchos estudios sostienen también que el uso del móvil es mucho más "peligroso" en zonas donde hay menos cobertura, ya que el teléfono debe funcionar a mayor potencia, es decir, emitir más radiofrecuencias, para captar la señal. Así que, ¿tiene algún sentido lo que estamos haciendo? ¿O estamos condenando a la hoguera a las nuevas tecnologías, como se hacía antaño con los acusados de "brujería", sólo por miedo a lo desconocido?