«Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres».
Pitágoras
Todos tenemos profesores que nos marcan. Son como los amores y los amigos verdaderos: con suerte, tres o cuatro a lo largo de una vida. En mi caso, a pesar de haber estudiado en múltiples centros (cuatro colegios, dos universidades y dos institutos) y diversas comunidades autónomas (Extremadura, Galicia, Cataluña, Canarias, Castilla y León; lo de Madrid, ya fuese en la guardería o en el CSIC, no cuenta), de haber estado en bastantes más clases y de tener un currículum pedagógico considerablemente mayor que el promedio, la proporción no varía. Al igual que el resto de los alumnos, puedo contar con los dedos de una mano a los maestros que realmente me influyeron. Porque no es fácil dejar huella, y menos hoy en día, que el oficio de docente —acaso el más noble que exista— está tan devaluado como para haberse perdido el respeto.
De la EGB podría citar varios nombres, pero si tengo que elegir a uno, me quedo con Kimet. Él me enseñó el valor de la arqueología y de las plantas medicinales, y no precisamente dentro de un aula, sentado en un pupitre, sino al aire libre, pateando los rojizos campos de la comarca de Tierra de Barros, porque era nuestro profe de actividades extraescolares. Gracias a su sabiduría puedo distinguir una Terra sigillata a simple vista o curarme una herida con la hoja de llantén. Él me habló por primera vez de Sócrates y de la cicuta y de cómo las cabras podían comerse las flores de la planta que envenenó al gran filósofo ateniense. Nunca podré agradecerle todas sus enseñanzas. Fue el protagonista indiscutible de algunos de mis mejores recuerdos de la infancia y nada de lo que aprendí a nivel académico puede compararse a encontrar cerámica o monedas romanas, un hacha del Neolítico, la boquilla de una flauta del dios Pan o recolectar infinidad de plantas medicinales, que secamos y vendimos en un memorable mercadillo como colofón de ciclo.
No empecé la secundaria con buen pie. De alumno ejemplar pasé a enfant terrible. Supongo que después de tantos cambios, lo que menos necesitaba era mudarme nuevamente (no sería la última), alejándome de mi entorno y de mis amigos para recomenzar, otra vez, de cero. Así que me rebelé. E imagínense lo que puede hacer un adolescente díscolo sin la supervisión de sus padres. Empecé a faltar a clase. Al principio de forma esporádica, pero el último trimestre casi me lo salté. También es cierto que me aburría soberanamente, la ESO en ese sentido fue un suplicio. Por aquel entonces solo me interesaban los juegos de rol, el ajedrez a ratos y la lectura. Las clases de lengua y matemáticas fueron las últimas que abandoné. Pero al final, terminé yendo al instituto a vender paquetes y cartones de tabaco a la sombra del álamo donde paraba la guagua o en el parque aledaño. Me convertí en camello (o majalulo, mejor dicho, dada mi juventud). No es algo de lo que sienta orgulloso, pero fue un síntoma claro de lo perdido que estaba. Incluso, cuando se destapó el bisnes, llegaron a llevarme al psicólogo del centro. No sirvió de nada. Más que por demérito suyo, yo era incorregible en aquella época. Un buen día, harto de que me mostrase manchurrones en láminas (años más tarde averiguaría que fui sometido al test de Rorschach), le espeté que únicamente iba a sus sesiones porque después podía mandarme el bocadillo de calamares en la cafetería, uno de los más ricos, junto al de Ginory, que he probado nunca.
Cateé 3.º de la ESO, pero, tras mandarme a mudar de la Península, ya instalado en Tenerife (mi primera isla), en el instituto de Los Cristianos, la última promoción de BUP y COU, me fue bastante bien. Y durante el curso final, conocí a Juando, otro de los profesores, de Filosofía, que me marcó. Con su aspecto grunge y su coleta, era un profe diferente al resto, que lo mismo te hablaba del mito de la caverna que te prestaba un par de discos de Pearl Jam. Y mientras que la mayoría de la clase se esforzaba en tomar apuntes, tratando de entender qué decía cada filósofo, yo me limitaba a escuchar, a beberme sus palabras como quien sorbe un néctar largamente anhelado. Porque era alguien que me hacía dudar, que me obligaba a pensar y a reflexionar y no a repetir una serie de ejercicios como un autómata o un borrego de cara a un examen, que es lo que hacíamos, por ejemplo, en las demás asignaturas, prepararnos para la selectividad, como caballos de carreras esprintando para sacar la máxima puntuación y que la dichosa nota de corte no guillotinase nuestras aspiraciones universitarias. Qué estupidez. Y todo por la competitividad que nos inculcan desde que entramos en el sistema educativo. Como si el fin académico justificase la metodología reiterativa, cuando el resultado puede ser el mismo. Porque yo saqué las mejores notas en Filosofía y Física (un 10 y un 9,5) de mi centro en las pruebas de selectividad, pero el enfoque didáctico para obtenerlas fue harto distinto: en uno disfruté como un enano y el otro fue un infierno soporífero.
Ya en la universidad, sería injusto no acordarme de Margarita Santana e Inmaculada Perdomo, mis maravillosas profesoras de Historia de la Ciencia (Antigua y Medieval y de la Revolución Científica), pero si alguien se lleva el gato de Schrödinger al agua, es sin duda Jesús Sánchez. El pasado jueves, me enteré que había fallecido, en 2019, a través de Salva y Samuel, profesores en Las Maretas y Costa Teguise, en cuyos logros académicos tuvo parte, como miembro del tribunal de la tesina y director de tesis, respectivamente, los últimos que supervisó. Cuando me comunicaron la noticia, me invadió una tristeza profunda. Porque Jesús Sánchez fue mi profesor de Filosofía de la Ciencia en tercero de carrera y dejó una impronta imborrable. Sus clases eran magistrales. Nada de fotocopias, libros, la pizarra o el proyector. Aquel hombre se sentaba y era capaz de mantenernos en vilo durante dos horas, simplemente hablando, con su voz grave y su saber enciclopédico. Buena parte de ese año me lo pasé currando de noche, en un 24 horas, y aun cuando terminaba mi turno a las cuatro o las cinco de la madrugada y algunas de sus clases eran a las ocho de la mañana, procuraba no perderme ninguna. Iba sin dormir, me daban igual el sueño y la fatiga, con tal de poder escucharle.
Porque Jesús nos hablaba de literatura, de ciencia ficción y ampliaba nuestros horizontes hasta el infinito y más allá. Era una persona inspiradora, capaz de avivar tu deseo de conocimiento. Recuerdo una conversación en la guagua, subiendo de Guajara a La Laguna, cuando me preguntó qué tal iba mi trabajo sobre Lakatos (fui el único de la clase que se decantó por este autor, mientras que mis compañeros escogieron entre Kuhn o Feyerabend), recomendándome que leyese a Stanislaw Lem y la Apología de un matemático, de Hardy, probablemente el mejor ensayo que se ha escrito sobre el declive de una mente creativa y la belleza de los teoremas. Así era Jesús, un tipo campechano, divertido y un lector extraordinario. Nunca podré olvidarme cuando nos confesó, en mitad de una clase, que se estaba quedando ciego.
Siempre tenía los ojos irritados, con grandes bolsas encarnadas, como embalses sanguinolentos, que se restregaba con las palmas de las manos. Aquel día nos habló de su biblioteca, de los 7.000 ejemplares, si la
memoria no me engaña, que atesoraba en casa. No pude evitar acordarme de los grandes ciegos de la historia: Homero, Borges y, sobre todo, Eratóstenes, también llamado Beta, quien se suicidaría, por inanición voluntaria, a causa de su ceguera, ¿por que qué sentido tiene la vida, para un gran lector, si no puede seguir leyendo?
Parte de su colección, la especializada en Historia y Filosofía de la Ciencia (casi 2.000 volúmenes), fue donada por su viuda a la ULL el pasado 23 de abril de 2021, Día del Libro, y desde entonces engrosa el catálogo de la biblioteca, enriqueciendo el fondo permanente, donde ya figuraban los archivos personales de González Vicén, Álvarez Rixo, Rumeu de Armas y el matrimonio literario formado por Josefina Zamora y Ventura Doreste, entre otros bibliófilos. La última vez que hablé con Jesús fue en 2010, cuando empecé a leer e investigar a fondo a Félix Francisco Casanova, el escritor designado este año por el Día de las Letras Canarias a quien rendimos tributo. Porque Félix, aunque no pronuncia su nombre, también menciona a Jesús en su diario, aunque esto es algo que muy poca gente sabe. En las entradas correspondientes al domingo, 7 de abril del 74, y al 10 de abril del mismo año, anota estos párrafos en Yo hubiera o hubiese amado:
Dom. 7 - 4 - 74
Ayer sábado subí con Ángel y Aure a La Laguna. OH! En un cuarto del Colegio Mayor nos tajamos (Aure y yo) con cubas libres. El aposento era de un tío godo muy cojonudo que se pasaba el tiempo mirando por un calidoscopio (tuvo uno cuando tenía nueve años, pero lo rompió para ver los cristales). Yo le dije que también poseía tubos de pastillas que eran preciosos calidoscopios. El cuarto estaba alumbrado por una luz roja y
se oía a Donovan, Dylan, Santana. Ángel, el godo y Aure dibujaban, yo escribía poemas. Era la hora del «lupicán» (perrolobo), el más hermoso momento del día, hacia las siete de la tarde. Cogimos una así de grande.
10 - 4 - 74
Ayer, otra vez, Ángel, Aure y yo estuvimos en La Laguna. Buscábamos a Ferdinando, el profesor de Arte, mas no lo encontramos. Compramos alcohol y fuimos a casa del godo del calidoscopio. Oímos a BB King y JL Hooker. Había una perra dálmata llamada Yolanda, en celo. Se nos tiraba encima y si la encerrábamos lloraba justo como una chiquilla. Me volví loco, salí por las ventanas. Los grandes cristales del Colegio Mayor
parecen los del «invernadero».
Tanto debieron impresionarle aquellas tardes etílicas a Félix Francisco Casanova, que hasta compuso un poema al respecto, escrito el 3 de mayo de 1974 en su cuaderno. Pero lo que aquí importa de veras, es que ese tío godo muy cojonudo, el del calidoscopio, era nada más y nada menos que Jesús Sánchez Navarro, nacido en Villarrubia de los Ojos (qué trágico destino, para alguien que se estaba quedando ciego), provincia de Ciudad Real, que en 1974 residía en el Colegio Mayor San Fernando (donde yo pasé cuatro años de mi etapa universitaria) como doctorando o estudiante de posgrado, puesto que en 1976 comenzaría su andadura docente en la Universidad de La Laguna, hasta su jubilación, en 2015. Casi 40 años dedicado, en cuerpo y alma, a la investigación y a la enseñanza, y un legado, humano y pedagógico, que nos marcó a muchos.
Gracias por todo, Jesús. Descansa en paz, maestro.