El ego

Ginés Díaz Pallarés
10 de octubre de 2019 (18:47 CET)

Alegranza-I_0

El ego. ¿Qué es el ego? Esa pregunta que el ego se apresura siempre a responder. ¿A responder a quién? ¿Quién pregunta? ¿Quién debate la respuesta? El que cuenta esto, sea quien sea en relación al ego, tuvo un suceso que lo confrontó. Tuvo la fortuna de que la Vida, para salvar esa porción de vida, obligó al ego a salir de su cobijo, a dar la cara, a exponerse y arrodillarse junto a la vida que se iba. La mía, la que le daba cobijo y alimento. Y por algún motivo, la Vida me quería aun de este lado. Y volvemos a Alegranza y más o menos los hace treinta años del parque; suma y sigue con el parque. 

Era una vez más un día de esos que estaba solo en la isla; parece que la soledad es condición casi inquebrantable para ciertos sucesos. Si estaba solo era porque había mal tiempo. Esos días, el cuerpo habitaba una especie de calma y tensión infinita a la vez y la naturaleza te poseía, aprovechaba que no había pensamientos prácticos, la pesca y esas cosas, vamos la pesca y la pesca. Y que, por ese tiempo, si no había que pensar yo, la verdad, no pensaba mucho, salvo que me viniera algún agravio a la cabeza o algún recuerdo chachi, un echar de menos. El pasado. 

Estaba descubriendo el mundo y para eso no hay que pensar mucho. Vamos, que allí, entre que no te ves a ti ?no había espejos? y que no había mucho lío entre humanos, el ego se adormilaba. Ya había pasado un tiempo desde que me había dado cuenta de que solo había personas y asuntos de personas en mi cabeza. Y había comenzado a abrir espacios. Y debió estar en ese estado cuando pasó lo que pasó, y voy a contar. 

Esos días, hacía de comer a medio día, sobre todo para luego cenar pronto y ligero y acostarme al ponerse el sol. La noche cuando caía era demasiado para mí, porque me quedaba solo en el universo y eso me acojonaba bastante, lo que yo llamo el miedo atávico. No era Papagayo, allí siempre había alguien cerca; en Alegranza, las noches de temporal te arrancaban de cualquier cosa conocida. Literalmente, esa noche eras el único humano sobre la faz de la tierra ?no existían los móviles ni tenía emisora?. 

En ese tiempo, ya sabía que estaban ahí, pero los veía como algo amenazante; el miedo cuando estas solo en un lugar así es muy, muy poderoso. Y aprender a transitarlo lleva su tiempo. El que tardes en estar en paz con los de aquí y los de allá. Contigo. Y hablo de noches de temporal donde hasta el piso de la caserna retumbaba cuando entraban los rebosos gigantes en las cuevas de la orilla, levantando literalmente la isla en peso.

Pues eso. Había hecho mi fuego y estaba sancochando unas papas. Recuerdo vagamente que saqué una para ver si ya estaban hechas, mordí un cachito y al tragármelo cogió por el camino viejo. Así llamábamos por aquí a cuando te añurgabas;  vamos, que te atragantabas. No era un cachito de esos pequeñitos ni un sorbo líquido que te asfixia; te asusta, pero sabes por experiencia que termina saliendo. No, era un pedazo cacho de papa. 

Para situar más vuelvo al ego. Si hay algo que duerma al ego es hacer fuego. Entre que vas a la orilla a por la madera de los jallos, ya esa concentración y ese paseo lo empieza a tumbar. El retumbe del mar, el frescor del saín, lo van dejando casi listo. Para cuando preparas los palitos en pirámide para la fogata, y a mí me ponía que no encendiera a la primera, entonces ya está casi frito, pero aun cabecea. Ahora, cuando tus ojos se pierden en las llamas en el baile de azules, rojos, amarillos, chisporreteos y demás, entonces se rinde, sucumbe, renuncia y solo quedas tú. Y el susurro del innombrable.

Pues ahí, justo ahí, cogí la papa, me la eché a la boca después de un par de soplidos y pa'l camino viejo, el que te lleva para otro barrio. Ahora los movimientos no los recuerdo, pero debí levantarme hacia la caserna; no sé por qué me dirigí allí, mientras agonizaba a pasos de gigante; no había el más mínimo resquicio para tomar aire ni para expulsarlo. Seco. Sé que en un momento dado caí de rodillas junto a la esquina de la caserna. Debía ya de estar morado y a un instante del final. Pero la Vida aun me quería de este lado, y a velocidad de vértigo debió de ponerse a buscar en mi cerebro inconsciente algo que me hiciera reaccionar. Una madre, una hija, un sueño, algo debió manejar millones de archivos. Pero el tiempo se acababa y no aparecía nada con la fuerza necesaria para sacar la papa del caño. 

Entonces, en el último instante, menos de un segundo antes de desmayarme, el ego despertó sobresaltado de su profundo sueño junto a la hoguera, se arrodilló junto a mí asustado y sorprendido ante su irresponsabilidad y me enseñó la página de un periódico. Como lo cuento, una página real delante de mis narices donde pude leer en letras más grandes que el resto: 'Ginés muerto ahogado por una papa en Alegranza'. Fue instantáneo. La vergüenza, el orgullo, no la noticia de la muerte en sí, no, la forma, la puta forma de morir, cogieron la papa y la lanzaron por la nariz contra el suelo. Como una bala, tengo grabado en mi mente el sonido contra una tabla de madera que había allí; es lo más que se me quedó grabado de aquel momento y cómo tuvo que salir un trozo de papa que no es muy sólida para sonar contra la madera. Por la nariz, salió por la nariz. 

Aquel día supe lo que era el ego, pero no lo había oído nombrar nunca. Lo más parecido, lo de egoísta. Yo pensé que era solo orgullo. Pero supe que algo muy poderoso estaba dentro de mí y que, aunque me hubiera salvado la vida, no era cuestión. Algo en mí no deseaba ser en esencia solo orgullo y vergüenza. No quería. Así que recomenzamos a vivir y hasta hoy. Lo conté muchas veces, al menos a las personas que me interesaban como el dato más importante de quién y cómo era yo en esencia. Así lo creía y siempre intuí que ocultar u ocultarme ese suceso sería catastrófico. Ahora, en estos tiempos, cuando empecé a oír hablar de los pensamientos, del ego y todas esas cosas, las atendí con vehemencia porque sé que son fundamentales. Y porque me resonaron con mi historia.

Yo, que soy como esos cactus que se quedan en el desierto pase lo que pase, lleno de espinas por fuera pero puro flan por dentro, como esos cactus sólo florezco cada treinta años. Y florezco cuando el ego toma medidas drásticas. La primera ya te la conté. La segunda es ahora, en este tiempo. Fue el ego esta vez quien se llevó una lección tremenda que nunca contaré, y esta vez lo salvé yo. Hemos pactado que descanse, que ya es tiempo para que descanse, que mira que le he dado cancha y una vida vibrante. Sólo me pide que le tenga una hoguerita encendida en el corazón y en la cabeza una ventana abierta para que el aire mueva las llamas. Y que no le guarde ningún rencor. A veces, si entra mucho aire al corazón se excita, pero lo reconozco y lo tranquilizo, está viejito y cansado. Ahora, para sobrevivir sin su control y ayuda, simplemente me desdoblo, como los soles. Solo, totalmente solo, uno, no puedo. Porque entonces son los dueños del ego los que me comen vivo. Así que, en nada, esta nueva flor se cae, y ahí seguiremos, en el desierto. Si no se cayó ya, que no me veo. 

Así pues, ahora a mi ego lo amo, lo mimo; a él le gusta y me deja amar. No hay celos. Ni recelos. Y así vuelvo a la vida cotidiana enamorándome de todo y acercándome cada vez más a los espacios donde el innombrable es. Más allá de yo y su ego. 

Y ahora retomo para terminar este poema que escribí también en Alegranza años después, cuando la noche ya no me acongojaba. Por si alguien tiene curiosidad por saber más del innombrable. Explicación que no puedo dar porque es lo que deja de ser. ¿Miedo? Vuelves a preguntar. 

 

Respuesta: 

La noche es tal que sobre el arrullo del mar se oye el sereno al caer. 

El canto de las pardelas abraza las estrellas sobre el aquelarre de mis ojos en la hoguera. 

Amo este latir de mi corazón al compás perfecto con la razón.

El baile de las nubes prosigue en busca de la desaparecida Luna junto al de la Tierra por un mágico desierto de estrellas. 

Huele a espacio, en la boca el sabor de mis propios besos, sabor a lapa, a sexo. 

Las manos quietas se deleitan con el sentir de su propio riego. 

Yo, hombre solitario, amante de los desiertos, esta noche soy la misma percepción. 

Cumplo todas mis obligaciones de viajero del tiempo. 

Y así, como de repente, más soy lo que no soy, que lo que soy. Miedo, preguntas.