Los lectores son animales de costumbres y La Madriguera tiene los suyos. Por ejemplo, el jolatero que me hizo Toño, donde surcan la calle los libros de Canarias, es un imán para los guiris. Suelen merodear por la entrada, a veces sacando fotos o tratando de descifrar los títulos. Y si conocen un fisco nuestro idioma, compran sin tino. Lo que ya no es tan frecuente es que, como librero, te pregunten por temas o autores específicos (más allá de Manrique y la fotografía). Por eso me sorprendió tanto que el jueves pasado, a las puertas del Día del Libro, un joven inglés, pelirrojo, de barba recortada y ojos claros, que podría haber sido perfectamente una versión adulta de Ron Weasley, se acercase al mostrador separándose unos metros de la pareja que lo acompañaba (luego me enteraría que eran sus padres) y con la tan cacareada flema británica, pero en un perfecto castellano, me dijese: “Perdone, ¿tiene usted algo de humor gráfico en
Canarias?”.
Esa consulta me puso sobre aviso, pero lo que me dejó realmente en palanca fue la frase que vino a continuación: “Estoy buscando cosas de Cho Juaá”. Porque, que yo recuerde, en los casi cuatro años que llevo abierto, nadie, ni extranjero ni local, me había preguntado por materiales de Eduardo Millares Sall. Además, pronunciado con fonética inglesa, su nombre sonaba exótico, a pintor coreano: “Cho Yuaá”. Por desgracia, poco podía ofrecerle de lo disponible en la librería: apenas unas tiras cómicas de Morgan, recopiladas por el Canarias7. “No, no, de ese autor ya tengo, y de Padylla, hasta estamos en contacto y los he entrevistado”. Como comprenderán, a estas alturas, la curiosidad me comía por dentro. Así que enseguida entablamos conversación y procedí a interrogarlo. En primer lugar, averigüé que se llamaba Rhodri, así, con hache intercalada. Y que su tesina había versado sobre César Manrique como icono cultural y que ahora se estaba doctorando en humorismo gráfico isleño, partiendo de Cho Juaá hasta los contemporáneos. Y a mí, que me considero un estudioso y un defensor de la cultura canaria, aquello, sencillamente, me maravilló. Hablamos de la dinastía de los Millares, desde el patriarca Agustín Millares Torres hasta la recientemente fallecida Jane Millares Sall, la única mujer de los seis hermanos artistas y última superviviente (junto a Totoyo) de su generación. También de la rama de los de la Torre, Claudio y Josefina, tíos de los anteriores y del primo Néstor, todos emparentados. El árbol genealógico más fecundo de Canarias. E igualmente de la idiosincrasia isleña, tan permeable al humor inglés y su fino sentido de la ironía, históricamente presentes en el Archipiélago a través de la colonia y los viajeros británicos, porque en ciertos aspectos o rasgos de personalidad, tenemos un carácter más anglosajón que hispano.
Y como lo vi tan triste por no poder localizar nada y a la vez tan ilusionado con su tesis, hice algo que no es habitual: ofrecerle fondos de mi propia colección. Porque resulta que obraban en mi poder dos dípticos, ambos firmados por Cho Juaá, de una exposición en 1981 en El Campesino - Mobiliario, sito en el número 100 de la calle José Antonio (actual Manolo Millares; viví en el n.º 27) de Arrecife. Y a pesar de que podría haberle cobrado una pasta por ese objeto tan exclusivo, decidí regalárselo, porque se lo merecía y porque me salió del corazón. El problema es que Rhodri volaba esa misma tarde de vuelta a Reino Unido (cursa su doctorado en la Universidad de Durham), así que acordamos que sus padres pasarían a recogerlo al día siguiente por La Madriguera.
Cuando llegué a casa, le mandé algunas fotos del díptico (con reseñas de Néstor Álamo y Luis León Barreto, entre otros, un catálogo de las obras expuestas y una semblanza biobibliográfica) por wasap y dada su reacción, mezcla de impaciencia y entusiasmo, entendí que había tomado la decisión correcta.
Cuando sus padres aparecieron el viernes por la mañana en la librería, lo primero que hice fue entregarles el díptico, que trataron y envolvieron con reverencia. Seguidamente, me pidieron un ejemplar de los Cuentos canarios de Benito Pérez Armas, que tuve el honor de coordinar y que también habíamos comentado el día anterior, solicitándome que se lo dedicase a Rhodri, a quien incluso le estampé nuestro exlibris, que me reservo para ocasiones especiales. Pero lo más asombroso fue descubrir que su madre, Rhian Davies, lleva 27 años leyendo y estudiando a Galdós y que es una de las mayores conocedoras de su obra (sobre todo de la Tetralogía de Torquemada), con abundantes trabajos publicados desde la Universidad de Sheffield, donde es profesora. Cuando le mencioné a Yolanda Arencibia, buscó fotos en su móvil con ella en el patio de la Casa de Colón, durante unas jornadas galdosianas. En fin… ¡pero qué familia tan extraordinaria! Menos mal que el padre, Paul, era un inglés al uso que no hablaba ni papa de español, porque si ya llega a decirme que estaba traduciendo los versos esdrújulos de Cairasco a la lengua de Shakespeare, me lo hubiese creído sin problema.
Quiso la suerte que antes de despedirnos, entrase la cartera de la zona a entregarme un sobre. Y al ver el remite, les pedí que aguardasen hasta que lo abriese. Porque lo que contenía eran dos ejemplares (uno para mí y otro para un buen amigo), en primera edición, de Las inquietudes del Hall de Alonso Quesada, con cubierta de César Manrique y prólogo de Lázaro Santana, editado en 1975, por el cincuenta aniversario de su muerte. Y qué mejor manera de decirles adiós que con esta novela de ingleses coloniales, entre los cuales hay un matrimonio de Manchester que lee la misma historia.