Nunca imaginé que me costaría tanto redactar este artículo, a pesar de que podía imaginarlo publicado, con letras, puntos y comas, en el preciso momento en que concluí una visita memorable.
Pero está visto, una cosa es el modo y los alcances que dictan las ganas y otra la forma en que lo transcribe el talento, y cuando las primeras son muchas y el segundo escaso, las cosas pueden complicarse.
Y eso fue lo que sucedió, porque pretendía contarlo todo, mixturando lo absorbido por los sentidos, que la emoción había transformado en más de cinco.
Entendía -la ignorancia es atrevida- que podría hacerlo, pero no, tropecé, una, dos, tres veces, modificando, desechando, empezando de nuevo hasta que caí en la cuenta de que, si pretendía llegar a un punto que mereciese ser considerado el principio, tendría que comenzar por el final.
Y en el final se puede ver a un grupo entregado a la emoción, admirando una biblioteca primorosa, con estantes repletos de libros leídos, catalogados y ordenados por su autor y las personas que lo sucedieron.
Allí estábamos, seis personas, en torno a una joven de nombre Maite, que nos acompañó en la visita a una casa que nos tuvo cautivos desde el mismo momento en que atrevasamos la puerta, amplia, generosa, que nos permitió el acceso.
Es ella quien explica: “Hemos concluido la visita, y antes de despedirnos me gustaría hacerlo con una reflexión del escritor portugués Almeida Garret, que figura en su libro “Viagens na Minha Terra”.
La encontramos en la primera página del libro “Levantado del suelo” de José Saramago, que narra la pobreza, condiciones de vida, y luchas de campesinos en Portugal.”
Cuando concluyó su discurso, Maite ofreció el volumen, abierto, a quien estuviese dispuesto a leerlo.
“Y yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico.”
La participación de nuestra guía merecía gratitud, y la recibió a modo de aplausos sentidos y algunos ojos empañados, que certificaron el final del recorrido por todas las estancias de un hogar que custodia los mejores adjetivos: “A Casa” de José Saramago.
Allí vivió don José los últimos años de su vida, y allí llegamos, con la tristeza de saberlo ausente. En otros tiempos, siendo el Premio Nobel y servidor un perfecto desconocido, nos concedió una entrevista inolvidable.
Aquella vez necesité tocar el timbre, en esta ocasión no fue necesario, una persona atenta nos entregó un artilugio que a cada pulso nos regalaría descripciones, anécdotas, historias, gracias a un guión precioso, inspirado por la persona que conocía cada estancia, cada rincón, cada obra de arte: Pilar del Río.
Compartimos momentos con anfitriones y huéspedes, con comensales y visitantes, con el alma y las cosas del poeta, con lo que sentía, el modo en que vivía, sus descansos, su preocupaciones, todo tratado como lo que era, algo único.
Conforme avanzábamos hacia los libros, atravesando un jardín con olivos y granados y palmeras, seguíamos en los mismos espacios habitados, porque tras las grabaciones Maite incorporaba detalles, sobre don José, sus opiniones, sugerencias, críticas, advertencias.
Paredes blancas por un lado, lava y naturaleza por el otro, arte y mucha vida, porque "A casa", la única propiedad que atesoró el escritor, sigue latiendo gracias a familiares.
Son ellos quienes hacen posible el museo, que todo siga apto para ser disfrutado, para que parezca lo que es, lo que fue, sin que se note el esfuerzo que requiere lo que deberá seguir siendo: cocina, comedor, dormitorio, escritorio, ordenador, jardines, entorno donde un ser humano fuera de lo común creó una obra fuera de lo común, rodeado por personas que tampoco eran comunes.
La obra de José Saramago está en las bibliotecas del mundo, traducida a muchos idiomas del mundo y cualquier interesado puede acceder a las intimidades de su casa, porque sus gestores la han abierto a guías oficiales, regalando fotos y decires, en enciclopedias e Internet, y se puede visitar, prácticamente, a cambio de nada, ni siquiera de un simple gracias.
A Casa, por fin llegamos, está en Tías, Lanzarote, y se alza en la calle La Tegala, vía breve que se interrumpe poco después de comenzar, y a la que se llega a través de “Los Topes”, calzada que transcurre con un diseño sorprendente, el mismo que impone la naturaleza cuando los poblados pretenden domesticarla. Curvas y contracurvas, que concluyen en una rotonda, que las autoridades municipales han bautizado -no quiero pensar que solo en los mapas – como glorieta José Saramago.
En el centro de ese accidente transitado alguien plantó un olivo precioso de hierro forjado, con tronco y ramas hechas de iniciales, que simbolizan nombres de personas amadas y las del propio autor.
No tiene raíces, se sustenta sobre un soporte de concreto blanco, con palabras rotundas que lleva la firma del propio José Saramago: “Lanzarote no es mi tierra, pero es tierra mía”
Pensé que décadas después no encontraría al hombre generoso que me regaló dos horas de su vida y me hizo sentir un entrevistador afortunado. Me acerqué de nuevo, con tristeza por su ausencia, sin saber que sigue tan vivo como siempre. Pilar del Río, María del Río, Erika, Leti, Maite, y me olvido de alguien, continúan entregados en demostrarlo, ¡se siente su presencia!
Y dicho lo dicho, no está todo dicho. Prometo una nueva entrega para contar los “empeños” de los políticos de Lanzarote para fomentar la cultura, no quiero mezclarlos hoy con gente buena.