Me incorporé como director-conservador del Parque Nacional de Timanfaya en 2021, durante la pandemia. Durante los primeros meses de trabajo, tuve la suerte de recorrer el parque vacío de visitantes, escuchando únicamente los sonidos de la naturaleza, tal vez escuchando la voz del Volcán: el viento habla distinto en las lavas cordadas que en los malpaíses, en las cuevas que en los jameos, nos cuenta historias diferentes en cada grieta, al cumbrear los conos rocosos o al peinar los extensos campos de lapilli.
Me asombró la riqueza de las formas, texturas y colores que cambian continuamente con el transcurso de las horas y las sombras de las nubes. Me conmovió comprobar cómo la vida se abre camino en cada hueco: líquenes que dan paso a pequeñas plantas vasculares que alimentan insectos y estos a su vez, a lagartijas, musarañas y aves.
Timanfaya sobre todo provoca una sensación: creemos ser los primeros en haber estado allí, sobre ese paisaje prístino donde no se observan las huellas del ser humano en centenares de hectáreas. Quizás sea esto lo que distingue Timanfaya del resto de volcanes de Lanzarote e incluso de Canarias, lo que atrae a cientos de miles de visitantes cada año.
En mis primeras incursiones me enseñaron a caminar sin dejar huella, a seguir siempre la misma vereda, a primera vista imposible de adivinar, y me contagié del cariño, respeto, entusiasmo y curiosidad con que las personas del parque hacen su trabajo. No sólo ellas, también los lugareños, las guías de turismo, los trabajadores de los Centros de Arte, Cultura y Turismo de Lanzarote, las investigadoras y técnicos de distintas disciplinas y países del mundo. Es increíble la admiración y fascinación que todos sienten por este lugar.
Enseguida comprendí que el principal capital del parque es el humano, que Timanfaya es lo que es, gracias a todas las personas que lo guardaron, protegieron, cuidaron y estudiaron durante no solo cincuenta, sino doscientos años, pues fue el 25 de octubre de 1824 cuando cesaron las erupciones de las Montañas del Fuego.
Los siguientes ciento cincuenta años después de la última erupción, hasta la declaración de parque nacional, son un ejemplo de resistencia y adaptación de la población conejera a unas condiciones extremas para la supervivencia del ser humano. Lo hicieron de tal forma que consiguieron conservar todos los valores que hacen de Timanfaya un territorio merecedor de esa declaración.
Somos herederos de la cultura y el respeto que corre por las venas de los descendientes de aquellos hombres y mujeres, y que hoy podemos disfrutar en forma de canciones, artesanía, paseos en camello, cultivos en socos, gastronomía y otras tradiciones que son parte del patrimonio inmaterial de Timanfaya.
Las sensaciones que transmite el volcán no son fruto del azar. Se deben a su declaración de 1974, a sus normas de conservación de 1991, a los muchas veces ingratos trabajos de gestión y vigilancia para lograr que las normas se cumplan, a los posteriores trabajos de restauración y mantenimiento cuando no lo conseguimos, y al incansable entusiasmo con que se interpreta y se da a conocer la calidad y fragilidad de su patrimonio, pues sólo se conserva lo que se respeta y solo se respeta lo que se conoce.
La curiosidad es la mayor fuente de conocimiento. Uno de los principales trabajos que hemos realizado en los últimos años ha sido organizar y digitalizar el extenso archivo del parque para darnos cuenta de la ingente cantidad y calidad de trabajos que se han realizado y que estamos obligados a poner al servicio de la sociedad. No sólo estudios relacionados con la conservación de la geodiversidad, biodiversidad y valores culturales del parque, también otros que nos permiten comprender cómo funcionan los volcanes -y así poder predecir y avisar con tiempo a la población frente a posibles nuevas erupciones-, cómo se obtiene energía limpia a partir del calor del subsuelo o cómo podría ser la vida en otros planetas. Por Timanfaya han pasado no solo astronautas, también otros investigadores y científicas de primera línea a escala mundial.
Dejo para el final lo que fue el principio del Parque Nacional de Timanfaya: la visión de César Manrique, Jesús Soto y toda la gente que trabajó con ellos, visionarios y adelantados a su época, que con sensibilidad, pasión e ingenio construyeron el restaurante El Diablo, capaz de utilizar y disipar el calor del subsuelo, y la Ruta de los Volcanes que quizás sea la carretera mejor integrada paisajísticamente que se ha construido en España.
Con toda esta riqueza no podíamos conformarnos con una celebración de un solo día y nos hemos lanzado a dar a conocer y poner en valor durante todo un año la gran calidad de los recursos naturales, las sensaciones, tradiciones, cultura y conocimiento que conforman hoy el Parque Nacional de Timanfaya.
Espero que disfruten este 50º aniversario.