Opinión

El poeta de Arrecife

Cuando inauguramos oficialmente La Madriguera, el sábado 27 de julio de 2019, nuestro eslogan de apertura fue: «Tráenos un libro y te invitamos a un café». Pensamos que sería una buena forma de socializar, de darnos a conocer y, para qué engañarnos, de rellenar un poquillo nuestras estanterías, que por aquel entonces estaban bastante huecas.

La primera persona que se presentó, con un libro bajo el brazo, aun antes de que abriésemos nuestras puertas, fue Fabio. Y no se crean ustedes que venía con un ejemplar cualquiera. Si la memoria no me falla, nos trajo el primer tomo de las Obras completas de Manuel Padorno, un tocho de más de 800 páginas que él ya se había leído. Una obra nueva, recién editada por Pre-Textos en 2016, que de paquete cuesta casi 30 €. Esa maravilla él nos la obsequió simplemente a cambio de algún dulcito y un café. Pero no se detuvo ahí. Fabio enseguida tomó una foto de la fachada de la librería y la subió a su perfil de Facebook. Pues bien, aquella imagen la compartieron, en su día, más de 400 personas. Esa única fotografía nos dio más visibilidad instantánea en redes sociales que todas las entrevistas juntas que me hicieron durante aquel verano prepandemia en distintos medios de la prensa. El acto en sí fue un éxito que superó con creces nuestras expectativas: vino mucha gente, lo pasamos genial y, en general, la acogida fue inmejorable. Pero yo nunca olvidaré que la primera persona que acudió a la cita, el primer lector que tuvo La Madriguera cuando absolutamente nadie nos conocía, fue Fabio.

Luego, a lo largo de los años, fue demostrándonos su enorme generosidad y su altruismo ilimitado. No solo nos donó varias cajas de libros durante alguna de sus mudanzas (e imagínense ustedes lo que había dentro: literatura de calidad, amigos; porque Fabio es, ante todo, un lector voraz), sino que continuamente nos recomendaba a sus alumnos y amistades. Recuerdo que una tarde se plantaron en la librería tres adolescentes buscando libros que su profe de Historia les había recomendado.

Pronto descubrí, además, su admirable faceta de cicerone literario. Gracias a Fabio pude conocer en persona a distintos escritores a los que profesaba culto. Fue él quien, una mañana cualquiera, apareció con Nicolás Dorta por La Madriguera. Tuvieron el detalle de pasar por aquí a saludar antes de que el autor tinerfeño presentase Las zonas comunes, su primer libro de relatos, en la Sala El Aljibe de Haría, donde Fabio ejerció de maestro de ceremonias. El bueno de Nico nos sacó este robado a Fabio y a mí alegando en la entrada de la librería, cuando todavía llevábamos mascarillas. Más ilusión si cabe me hizo que me presentase a María Gutiérrez, ‘Puri’, la autora de Chilajitos, cuyos microrrelatos poéticos tanto me habían gustado. Y cuando la gran Elsa López, unos meses antes de ser galardonada con el Premio Canarias de Literatura, estuvo en la Sociedad Torrelavega hablándonos de su último libro de relatos, Ella quiere ser sorda, Fabio me invitó a tomarme una copa con sus colegas al final de aquella velada inolvidable. Allí, en la terracita del Bar Asturias, conocí, entre otros, a Rubén Mettini, el Dorian Gray de los escritores, con su cutis perfecto, eternamente joven.

Por eso, cuando antier por la tarde, en apenas una hora, dos amigos en común, Pepe Betancort y Daniel Jordán, me dijeron que Fabio se nos iba, que no le habían renovado contrato en el IES Agustín Espinosa donde tantísima ilusión le hacía enseñar, para destinarlo a Gran Canaria, me entristecí enormemente. Primero por él mismo, pero sobre todo por nosotros. Porque aunque sé con certeza que Fabio volverá en cuanto pueda por la isla (hablamos ayer mismo por la mañana, y menudo novelero es), ahora mismo nos privan del placer inmediato de su compañía, de su optimismo a prueba de virus y de su contagiosa alegría, que tanta falta nos hace en estos tiempos oscuros. E incluso peor, a sus alumnos les arrebatan a un docente apasionado, implicado con la enseñanza a más no poder.

Pero es que hay un crimen mucho más grave todavía. Porque con la marcha de Fabio no solamente perdemos a un profesor y a un amigo, a un amante de las letras y a un promotor desinteresado de la cultura lanzaroteña. Con su partida perdemos —y aquí sí que perdemos todos— a un poeta extraordinario. A un hombre capaz de escribirle un poema a un árbol que había frente a su casa cuando lo talaron. A un alma tan sensible como para hacernos percibir la melancolía de los volcanes (la expresión es suya, no mía). En una crónica de Lanzarote y yo, Leandro Perdomo se preguntaba, hace ya casi medio siglo, que dónde estaba el poeta de Arrecife; para acabar concluyendo, desilusionado, que en aquella época él no lo veía. Y nos dejaba un par de advertencias para la posteridad: «Sin un poeta, Arrecife no se salvará, no podrá salvarse». La frase final no puede ser más significativa: «¡Pobres de los pueblos sin poetas! ¿Dónde está el poeta de Arrecife?».

Yo hoy quiero responder aquella pregunta que Leandro dejó suspendida en el aire. El poeta de Arrecife estaba aquí, delante de nuestras mismísimas narices. Les llevo repitiendo su nombre a lo largo de todo este artículo. Porque yo creo firmemente (y sé con certeza que no soy el único que lo piensa) que el poeta de Arrecife es Fabio. Fabio Carreiro Lago. Llámenme loco, si quieren. El tiempo (si él regresa), lo dirá. Ojalá sea así —y más pronto que tarde—, porque si la profecía de Leandro es cierta (y en estas cosas rara vez suele equivocarse), entonces estamos perdidos: porque sin su poeta, sin Fabio Carreiro Lago, Arrecife no se salvará, no podrá salvarse.

 

¿A qué coño están esperando para traerlo de vuelta?