Últimamente, he estado cubriendo como reportero gráfico el conflicto en Oriente Medio, y eso me ha permitido experimentar sensaciones y vivencias —muchas amargas— indescriptibles, pero también vivir la cotidianidad de sociedades no tan diferentes a la nuestra, o si. La verdad es que dependiendo del momento pienso una cosa y la otra al mismo tiempo. Me pierdo.
Por supuesto, no voy a escribir aquí una crónica de última hora sobre la invasión que está llevando a cabo Israel en Gaza, Cisjordania y el sur del Líbano, ni las matanzas que practica a diario en territorio palestino y libanés, para eso ya están los compañeros redactores, que algunos lo hacen con mucho rigor y de los cuales no puedo tener mejor opinión.
La cotidianidad que no aparece en los “última hora” también es interesantísima, y a mi siempre me ayuda a aprender.
El Líbano es un país apasionante, y no vengo aquí ni mucho menos a criticarlo, bastante tiene con tirar adelante después de una guerra civil salvaje que lo sumió en el desgobierno y resistir a su vecino del sur, que constantemente lo ahoga.
Simplemente, vengo a contar algo de mi día a día allí que me hizo reflexionar sobre el derecho que tenemos a disfrutar o no de nuestros espacios naturales.
Hace dos meses que fuimos a Beirut, ya que parecía inminente el ataque que Israel acabó haciendo semanas más tarde en el Líbano. Esas semanas previas nos sirvieron para conocer un poco el país, aprender de los compañeros españoles que viven allí y poder charlar con la gente local que conocimos.
Una mañana, Joan y Andrea nos avisaron que estaban en una playa al norte de Beirut que era económica, si, económica, una playa… Que fuésemos para allí, que el día estaba genial; nos enviaban la ubicación.
Tras 45 minutos de coche llegamos. Un aparcamiento que parece privado, —ah si, allí es donde se paga… cinco dólares, puerta y escalerita— allí los veo. Lógicamente, les pregunté sobre las “económicas” —o no— playas de Beirut.
Me explicaba Joan que todas son de pago menos una pequeña y sucia detrás de los suburbios del sur que ahora bombardea el ejercito sionista. Los pagos suelen ser de 20 o 30 dólares en adelante. Esta, en comparación, era bastante barata porque estaba lejos del centro de la ciudad y además no tenía arena, era de callaos. Me contaban que las playas allí estaban pensadas como clubs privados, y al parecer, la manera de establecer que esta playa es mía y que comercio con ella había sido bastante mafiosa. Ponían una valla, una caseta con algún trabajador precarizado que te cobra por entrar y listo. Allí, el calor y la humedad son brutales, así que tener que pagar para darte un chuzo refrescante, telita…
Me imaginé, entonces, pagando para ir a Famara, claro, ¿cuánto vale Famara, 100 o 1.000 euros? En ese momento me pareció algo superlejano a nuestra realidad, pero... ¿Realmente lo es?
Un dato: en Canarias perdemos cuatro kilómetros de costa al año, ¿en manos de quién? En el Estado español, y en Canarias, hay muchos ejemplos de privatizaciones encubiertas de playas —o no tan encubiertas—: camas balinesas y tumbonas con música de club de fondo, aparcamientos de pago que están llenos a las 9:30 horas, carreras de jubilados en “playas de hoteles” para colocar la sombrilla lo más cerca posible de la marea, “ecoresorts” para clases pudientes que prácticamente aíslan playas, etc.
O directamente, destinar kilómetros de costa sur a montar pueblos y ciudades artificiales, ¿quién paseando por Puerto del Carmen o Playa Blanca no ha sentido que esas playas eran de ese hotel y no de todas y todos?
Quizás, todo esto no sea tan evidente como tener que pagar 40 euros en una caseta para que te abran una valla y acceder a un club playero, pero sí que te expulsa de zonas, a las cuales renuncias.
Esas playas ya no son nuestras.
En pocos años, hemos aceptado en cierta manera que eso es normal, ¿por qué no vamos a aceptar en otros pocos que tengamos que pagar para visitar la única y espectacular playa de Montaña Amarilla?
Claro, luego está el debate de regular el acceso a zonas naturales, aplicar un pago para su mantenimiento y conservación o controlar la afluencia de visitantes… Que a priori, suena lógico, pero es tan peligroso… Viendo quién nos gobierna hoy en día me da pánico ese debate, me imagino a Clavijo, Kiessling y Marichal diciendo: “¿Cómo?, sujétame el cubata que eso te lo arreglo yo”.
Recuerdo una experiencia de Carmen, compañera de Drago, en el barranco de Masca. Contaba que la intervención en ese espacio natural lo había convertido en una atracción turística absurda que alejaba al barranco de ser barranco y al espacio natural de ser espacio natural. Previo pago, por supuesto.
Hasta ahora, tenemos la sensación de que hoy y mañana vamos a poder disfrutar de nuestras playas ¿Cuantos derechos que asumimos nuestros, cada vez se nos complican más o directamente hemos acabado renunciando a ellos?.
Aquí, muchas y muchos bregamos para que nuestras playas sigan siendo nuestras, desde Pedro Barba al Verodal, y quién se quiera sumar sabe donde estamos.
Allí, esperemos que paren los bombardeos y los palestinos del campo de refugiados de Burj El Barajneh y los libaneses del barrio de Dahieh, entre otros, puedan sobrevivir, por si quieren darse un baño en las playas de Beirut. Inshallah.