por VÍCTOR CORCOBA HERRERO
Un joven estudiante de filosofía de una universidad española tuvo a bien enviarme las fotocopias de un trabajo publicado por el filósofo americano Ronald Dworkin, uno de los pensadores del derecho más influyentes en la actualidad, junto a unas anotaciones suyas en las que refrendaba su propia postura a favor de la primacía de los derechos. Ciertamente habría que tomarse los derechos humanos más en serio y exigirlos como requisito vital para llevar a buen término una digna vida, y no meros sueños, aspiraciones o anhelos, reforzándolos con una base ética sólida; pues, de lo contrario, permanecerán frágiles y sin cimientos. Parece que cada día son los menos que niegan los derechos humanos, se citan y recitan como declaración existencial, pero otra cosa muy distinta es la vida que se les da, el uso que se hace de esos derechos mientras escasea la sabiduría y abunda tanto el orgullo. Sabemos que los derechos humanos son propios, personales, privativos, exclusivos, individuales. Decimos que no pueden ser concedidos, limitados, canjeados o vendidos. Sin embargo, la esclavitud, sumisión, servidumbre, sometimiento y demás clases de hegemonías y abusos, siguen ahí, de manera tradicional o solapada.
Llegado a este punto yo me interrogo, por si alguien lo pone en duda, y expongo a la consideración del lector las respuestas. ¿No es fomentar la esclavitud dejar que los niños sean forzados sexualmente, obligados a empuñar armas, o se enganchen a un videojuego que para vencer a los enemigos hay que fundirlos en fosas de ácido? ¿No es fomentar la dominación que las personas mayores o enfermas sean despreciadas, no se les cuide de forma apropiada, olvidando que sus vidas tienen valor y que la sociedad les desea vivos en vez de muertos como a veces da la sensación? ¿No es fomentar la dependencia que el mejor negocio de España sea la cocaína? ¿No es fomentar la injusticia que ciertos programas televisivos mediáticos compren y vendan a la persona como si fuese un objeto más de usar y dejar tirado después? ¿No es fomentar el vasallaje la propaganda bélica y la instigación al odio racial o religioso? Ni la esclavitud, ni sus sinónimos semánticos, han sido liberados todavía, por muchos humanos derechos que mastiquemos en la boca. Los medios de comunicación son espejos fedatarios de la mucha tortura sembrada por la faz de la tierra y de los muchos torturadores que están en activo movimiento segando vidas y amortajando sonrisas. Por desgracia, esta oleada de chulesco incivismo, de gamberradas continuas, se acrecienta como las cucarachas, haciendo de las ciudades y pueblos verdaderos campos de batalla, puesto que en cualquier esquina alguien puede darte una puñalada trapera por unos euros, o por simple divertimento de haberle caído mal.
La responsabilidad de estos descontroles es prioritariamente del Estado que no ha sabido injertar educación cívica, que de un mayor sentido de convivencia y respeto. En vista de cómo está el patio de revuelto, no son pocos los observadores internacionales que consideran crucial que la ONU recupere su condición de actor independiente en la escena mundial y ponga sobre el tapete de los días el cumplimiento a las exigencias de los humanos derechos, o sea los derechos naturales, aquellos que viven con nosotros como sombras de libertad y justicia. Lo que ocurre actualmente es que la sociedad está bajo mínimos morales y el mundo, en consecuencia, bajo mínimos cumplimientos. Si todos los individuos deberían poder actuar de la forma que elijan siempre que al hacerlo no priven a otros individuos del mismo derecho, también y del mismo modo, todos los individuos debieran tomar responsabilidad por las consecuencias de sus actos. Ante los muchos desafíos de nuestro tiempo, la puesta en juego de unos principios que nos humanicen a todas las culturas, sería sumamente enriquecedor para tomarse en serio los derechos naturales, por derecho humano.
El hombre desestructurado es un tipo de hoy, con la identidad irreconocible, avergonzado en ocasiones de sus raíces, convertido en terreno privilegiado para prácticas deshumanizadoras. Jamás, como en este momento, la persona ha manifestado tales capacidades tormentosas y talentos destructores que conllevan el hundimiento total; jamás, como en este siglo, la historia ha conocido tantas negaciones a la dignidad humana, frutos amargos de la perdida del sentido humano. Por consiguiente, los Estados deben tutelar los derechos naturales con más tesón y constancia que nunca, no hacer la vista larga y menos cegar su espíritu universal, sino avivar sus ojos para que crezca la conciencia del derecho; el derecho de las gentes, de los individuos, por innato derecho de ser persona. A propósito, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es muy clara: reconoce los derechos que proclama, en ningún momento los otorga, reconociendo la "dignidad intrínseca" y los "derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana"; cuestión que constituye un punto de encuentro para la reflexión de las culturas y para la acción conjunta de los cultivadores.
Para ese punto de encuentro, ya digo, es fundamental emplearse a fondo. Hace falta reencontrarse todos con todos. Eso de andar a tiros entre fronteras y frentes, como viene sucediendo entre las líneas de Melilla y Marruecos -por citar alguna próxima a nosotros- lo único que genera es distanciamiento y mucho sufrimiento, con el cruel rastro de hondas heridas y un rostro de laceraciones que luego tardan en cicatrizar. Siempre es posible, incluso necesario, propiciar diálogos en base a los principios y exigencias éticas que han de guiar la convivencia humana, en vez de tomar las armas y abrir fuego a diestro y siniestro. Aún no se ha superado la paradoja de nombrar a diario la dignidad humana, su libertad, su grandeza y su poder, y, por otra, nunca el hombre ha sido tan conculcado, objeto de terribles masacres, humillado por la violencia, sobre todo de parte de los poderosos. Desde siempre se ha considerado que el hombre se caracteriza por su razón. Así Eurípides afirmaba que "el intelecto es Dios en cada uno de nosotros". En el mismo sentido, Platón y Aristóteles eligieron la razón como la facultad distintiva del hombre. Después de la célebre definición de Boecio: "Individua substantia rationalis naturae", Santo Tomás de Aquino, prosiguiendo en la ruta, reconoció que el hombre es una persona y que ella es lo más perfecto que hay en toda la naturaleza: "perfectissimum in omni natura". Si esto es así, como así es, no talemos sus derechos inherentes, decapitando valores de rectitud y templanza.