Ay, Agustín, ¿para esto derribaron tu mural, para excavar otro solar, otro agujero negro en el corazón de la ciudad? Hacía más de un año que no pasaba por delante y este domingo de nubles y claros, de camino a por unos dónuts en Lolita, he visto el cartel de Lanzagrava, con su pajarraco infame, cernido sobre la valla metálica, avizorando la calle, como un buitre prometeico a punto de caer en picado y devorar el hígado de la capital.
Porque yo presencié tu crimen. Fui uno de sus escasos testigos, acaso el único que lo vio en vivo y en directo, siendo plenamente consciente de lo que significaba borrar tu efigie surrealista de nuestras calles. Lo estuve grabando y todavía conservo el vídeo. Fue el 1 de febrero de 2022, temprano, sobre las 9 de la mañana, cuando la retroexcavadora, provista de su martillo hidráulico, perforó tu ojo derecho, después de trepanarte el cráneo. Cuando tu ojo cayó, como una catarata de piedra derramándose sobre el asfalto, no pude seguir mirando. Aquel cíclope tuerto, con media cara rota y los sesos al aire, ya no eras tú. Así que me fui de allí, muerto de pena y de rabia. Con ganas de coger un bate de adamantium y liarme a golpes con todas las máquinas que están masacrando nuestro Arrecife a diario. En cambio, lo que hice, para apaciguar mi magua iracunda, fue recurrir a las palabras. A uno de tus textos. Rebusqué en mi memoria, que es como la de Funes (porque yo apenas duermo) y encontré el fragmento adecuado. Fui corriendo a refugiarme en mi biblioteca, abrí el ejemplar de Crimen y helo ahí, aquel pasaje de tu "Epílogo en la isla de las maldiciones":
«Yo, el hijastro de la isla. El aislado.
Asisto a la apertura del naufragio más largo de los siglos. Aquél que el golpear del pico de un cuervo lo mide sobre el corazón de una virgen, y del que hay pendientes amarguras, óleos y sueños».
Cada vez hay más amarguras, Agustín, cada vez quedan menos óleos y menos sueños. Tu Lancelot se está diluyendo. Tu rostro ya no está, ya no volverá a mirarnos, a guiñarme los ojos cuando sacaba a mi perrita Duna al descampado que hay frente a la plaza de El Almacén y nuestras pupilas, cómplices entre líneas, se encontraban, mientras las letras del abecedario, bailando a tu alrededor, ejecutaban su secreta coreografía, y la comisura de tu boca, siempre tan seria, parecía curvarse en una media sonrisa. Esa imagen ya solo existe en mi recuerdo, pero nunca volveré a contemplarla. ¿Y todo, para qué? Hemos sacrificado el arte de Tono Márquez y Felo Monzón para obtener, a cambio, otro maldito solar vacío. U otro edificio de mal gusto, cuando se dignen en levantarlo. Así está toda la ciudad, Agustín, desmembrada, cayéndose a cachos, agonizante su patrimonio histórico y artístico, solamente para construir pisos y más pisos. El Hotel Oriental, donde escribiste Lancelot, 28º-7º, echando las cuartillas a volar a través de la ventana entreabierta de la habitación n.º 5, en ruinas. Abandonado a su suerte. Y de milagro, gracias a que fue declarado Bien de Interés Cultural por Patrimonio Histórico, no lo han tirado abajo. Una excepción que no nos libra del suicidio colectivo, perpetrado por las manos manchadas de cemento gris y dinero negro de nuestros políticos. Arrecife deluxe y Lanzarote premium. Despotismo turístico: todo para el guiri, pero sin el nativo.
Pero, a pesar de ello, Arrecife (y Lanzarote), todavía están en pie, siguen resistiendo, negándose a naufragar en este mar de cemento y desidia que amenaza con engullirnos. Y no es gracias a sus dirigentes, sino a las muchas personas humildes que aman su ciudad, sus pueblos y su isla. Yo soy una de ellas, Agustín. Al igual que tú, no tuve la suerte de nacer aquí (ni tan siquiera en Tenerife o en Canarias), pero soy otro hijastro del archipiélago. He sido un apátrida durante la mitad de mi vida, pero Lanzarote me ha acogido con los brazos abiertos y Arrecife se ha convertido en mi hogar. Y no voy a permitir que sigan destrozándolo impunemente, no al menos sin alzar mi voz para denunciar los atropellos, aunque no pueda remediarlos. Porque estoy mimetizándome con la ciudad, estableciendo una relación simbiótica con Arrecife, vibrando en armonía con los barrios de Valterra y El Lomo, pero también con el Charco de San Ginés y las calles del centro, y ahora, cada herida que les infligen, la siento en mi carne y en mi piel, me duele en el alma y no pienso seguir tolerándolo. Todas esas pútridas madalenas, jumasera de volcanes, que han diseminado, como un cáncer, a costa del erario público, deberían devolverlas y emplear el dinero en algo realmente provechoso para la ciudad y sus vecinos. Y no despilfarrar ni un euro más de las arcas públicas, que bastante mermadas deben de estar con tanta sangría, en chorradas y homicidios estéticos. ¿Quieren embellecer la ciudad? ¡Pues planten árboles! ¡Reparen las casonas en ruinas, adecenten los barrios periféricos, cuiden el cascote histórico, carajo! Que se está cayendo a pedazos, mientras se empeñan en seguir edificando, sin antes restaurar lo que está roto o dañado. Tengan un fisco de compasión y de humanidad, de cariño hacia la isla y su capital, ya que tanto se llenan la boca en sus discursos con Lanzarote y Arrecife. A mí todos los mítines, los programas y la palabrería, todo este circo electoral que montan cada cuatro años, lo único que me demuestra es que solamente aspiran a instaurarse o perpetuarse en el poder, para empezar a chupar de las ubres del Estado y seguir y seguir mamando, hasta dejarnos secos a los demás y convertir Lanzarote y Arrecife, en un cementerio de grava y en una isla de cemento.