Querido maestro, han pasados varios días desde tu óbito, pero no sabía por dónde empezar, así es que lo haré por "tu principio", que tu final no llegará nunca mientras viva en nosotros tu recuerdo.
De tu vida y obra se ha dicho, escrito y reconocido tanto por tu impagable contribución a preservar lo que hoy somos como pueblo, que prefiero poner el acento en tu dimensión humana y lo que de ti me cautivó.
Me contaste muchas veces que no tuviste infancia, que ya naciste casi hombre, entre labores del campo y pastoreo desde muy tierna edad porque, parafraseándote un antiguo dicho, "el trabajo de un chico es poco pero el que lo pierde es loco". Debe ser por eso que el niño que todos llevamos habitó en ti de manera especial hasta el final. Lo hizo en forma de infinita ilusión y amor a su tierra, la ilusión que mantuvo tu mente hiperactiva, lúcida y con la sabiduría que otorga la experiencia vivida entre 1919 y 2018, ahí es nada.
Siempre me llamó poderosamente la atención y despertó gran empatía la veneración y respeto que profesan las distintas culturas a la "ancianidad", al menos las más ancestrales. Juraría que fue aun siendo muy niño –yo, sí lo fui– cuando caí en la cuenta de ello viendo los westerns de sobremesa familiar donde las decisiones del consejo de ancianos sioux eran sagradas, o más tarde en tantos y tantos documentales de "tribus del mundo" donde el profundo respeto a la experiencia de sus antecesores se me revelaba como un valor universal de la Humanidad, hoy algo más que cuestionado. Con esos valores alimentados por mi entorno familiar crecí, y con toda seguridad fue precisamente esa sabiduría de la vida, esa poderosa ilusión del anciano-niño, esa creatividad, elegancia, caballerosidad y humilde grandeza, las que me cautivaron cuando te conocí en persona ya entrado este siglo, aunque de tus andanzas –sobre todo alfareras– algo ya había oído hablar.
Desde entonces, querido amigo, han sido muchos menos de lo que me habría gustado los ratos que he podido compartir contigo. Algún que otro domingo en Mozaga, donde tu "rubia preferida" (una guapa camella), tus burros, patos, gallinas y demás fauna –incluido tu hijo y mi querido tocayo si no se ofende, por lo de fauna digo- y, de últimas, en tu propia casa en Simón Bolívar, donde viviste tus últimos años con Isabel, a la que tanto amaste y cuidaste hasta el final de sus días, que fueron casi los tuyos. Por cierto, seguramente creerás en San Valentín, esa celebración comercial, tanto como yo. O sea, nada. Pero, paradojas de la vida, no quisiste abandonar ésta hasta solo meses después de hacerlo tu mujer, 98 años después de aparecer para desaparecer en cuerpo presente al reencuentro con Isabel, como un regalo, justo el 14 de febrero.
Tu legado a Lanzarote es inmenso y, como dije, hoy no me detendré en ello, pero hay otro enormemente valioso que es el fruto de esa relación: una noble saga familiar de la que puedes estar tan extraordinariamente orgulloso como ellos lo están de ti. Contigo se va lamentablemente gran parte del conocimiento de "lo nuestro", pero nos quedan ellos.
Querido amigo Juan, de ti me quedo con ese profundo amor a la Madre Tierra, "la Pachamama" que se dice en quechua, y es por eso que uno de los pocos regalos que te hice fue una figura, "la Pachamama" en piedra traída del Valle Sagrado del Perú. Pero de tus distintas facetas, aunque la más destacada fue la de ser un magnífico maestro alfarero, me quedo con la vertiente etnográfica y antropológica, por tu gusto autodidacta por el mundo aborigen y la arqueología, creando primero el primer museo arqueológico de Lanzarote en el humilde barrio de Titerroy, donde me crie, y más tarde el segundo en el Castillo de San Gabriel. Lástima que no veas en vida el Museo Arqueológico de Lanzarote que habrá en la casona de Arrecife donde viviste o el museo de Sitio de Zonzamas, pero pronto ambos serán una realidad. Te lo prometo, si no me lo impiden antes.
Como sabes, y al hilo de esto, hace solo unos días tuve la enésima ocasión de comprobar tu lucidez, memoria y creatividad con que una vez más me transmitiste las muchas cosas que aun te quedaban por hacer y otras que te hacían mucha ilusión. Con la voz débil y las ideas preclaras como siempre, esta vez había cierto apremio en tus palabras, cierto aire a despedida, como si fueras plenamente consciente de que "el momento" estaba cerca, muy cerca, demasiado cerca, Juan. ¡Maldita sea!
Pero ya es tarde para lamentos, fuiste un auténtico privilegio en mi camino y ya solo me queda dar gracias a la vida por ello. Darlas y ser consecuente intentando que veas realizadas, donde quiera que estés, algunas más de tantas ilusiones. Si es verdad que Lanzarote tiene contigo una eterna deuda de gratitud, que lo es, y si son sinceras las palabras de reconocimiento público de todos los que tenemos la oportunidad de "pagarla", no será difícil hacerlo. Al menos, por mi parte no quedará.
En cierta ocasión escribiste a tu amada Isabel, "cuando se sequen los mares, te dejaré de querer". Hoy te digo que, cuando se inunde Timanfaya, yo olvidaré tu socarrona sonrisa, y lo fértil que fuiste para esta árida tierra".
Hasta siempre, querido amigo.
*Pedro San Ginés Gutiérrez, presidente del Cabildo de Lanzarote