El deporte puede sacar lo mejor y lo peor de las personas y un lamentable ejemplo de ello se ha vivido esta semana en la isla. La agresión del ya ex portero de la Unión Deportiva Lanzarote, Diego Arroyo, a su compañero de ...
El deporte puede sacar lo mejor y lo peor de las personas y un lamentable ejemplo de ello se ha vivido esta semana en la isla. La agresión del ya ex portero de la Unión Deportiva Lanzarote, Diego Arroyo, a su compañero de equipo Fredrik, durante un entrenamiento, ha puesto sobre la mesa la peor cara del mundo deportivo. Y puede que en este caso se trate más bien de una pelea que podría haberse suscitado en cualquier bar o esquina, pero lo cierto es que ocurrió en un recinto deportivo, en medio de una sesión de preparación de un equipo que es el máximo exponente del fútbol de esta isla, espejo por lo tanto en el que deberían querer mirarse los cientos y cientos de niños lanzaroteños que están dando sus primeros pasos en el mundo el fútbol, en el mundo del deporte, en el mundo de esa tan pregonada vida saludable.
Y además, dentro de un equipo que, además de jugadores experimentados como los son en este caso agresor y agredido, también cuenta con futbolistas muy jóvenes, en plena etapa de formación, que han visto con pesar como literalmente un compañero le rompía la cara a otro.
Esta vez, ese espejo, ese supuesto icono deportivo insular, en vez de devolvernos la mejor imagen de nuestra sociedad, nos expone con crudeza una de sus facetas más desagradables y más irracionalmente primitivas, como lo es la de la violencia. Más allá de los motivos que pueden haber precedido a la agresión, y de la casi segura intención del portero agresor de no hacer a su compañero el daño que finalmente le causó ?cinco fracturas, que obligan a intervenirle quirúrgicamente-, el brutal cabezazo que propinó no puede menos que poner los pelos de punta. Porque pretender cuantificar la violencia es una tarea estéril, ya que ni el propio agresor es consciente al momento de agredir de hasta dónde llegará. Y porque ninguna agresión debe ser justificada, ni la más brutal ni la más pequeña.
Más allá de este grave incidente en particular, el hecho de que a veces la violencia parezca campar a sus anchas en los ámbitos deportivos, alimentada por pasiones exacerbadas y muchas veces mal dirigidas, no debe tener como respuesta la indiferencia o la minusvaloración de lo que ocurra.
Cierto es que la gran mayoría de la enorme cantidad de personas que practican deportes o los siguen como aficionados no son partícipes en modo absoluto de actos de violencia, pero cierto es también que con relativa frecuencia, las noticias deportivas dan cuenta de jugadores que agraden a árbitros o lesionan deliberadamente a un rival, de aficionados que se enzarzan a golpes con los del equipo "enemigo", y de futbolistas que llegan a las manos, o casi, con su propio entrenador.
En el último año, ha habido en Lanzarote ejemplos de cada uno de esos casos. Y si se hace un recorrido por los campos en donde juegan los equipos de "base", es decir, conformados por niños, no habrá fin de semana en el que no podamos ver a, al menos, un padre descontrolado, gritando como loco y sacando lo peor de sí, sólo porque las cosas no marchan en el partido todo lo bien que quisiera para su hijo, ya sea "culpa" de él, de los rivales o del árbitro.
Los motivos por los que la violencia sigue siendo un lastre en nuestra sociedad son variados y complejos, y sin duda no se ciñen sólo al mundo del deporte, pero sí es uno más de los ámbitos en los que se desarrolla. Por un lado, porque a veces se convierte en la excusa para exteriorizar una agresividad latente. Por otro, porque hay casos en los que cuestiones vinculadas al propio deporte fomentan en algunos sus actitudes más primitivas. Como en el padre que cree que su hijo es un Beckham, y se deshace en gritos e insultos contra el entrenador, el árbitro o los propios niños durante un partido infantil; el jugador que cree que su camino al estrellato sólo puede ser interrumpido o puesto en entredicho por un insensato; o el aficionado que se descontrola, creando situaciones que han llegado a causar verdaderas tragedias en los estadios.
Es la peor cara del deporte, la peor cara de la rivalidad. La competitividad mal entendida y, sobre todo, el deporte que se aleja de lo que realmente debería ser. Pero también, un asunto sobre el que todos los vinculados de una u otra forma a este mundo deberían reflexionar. Tanto los que se sientan aludidos como los que puedan servir de ejemplo para poner fin a esta espiral.