Quienes admiramos Lanzarote en su esencia, tierra de calma y singular belleza, observamos con inquietud cómo la isla va perdiendo, a medida que pasan los años, parte de su encanto y autenticidad. Playa Blanca es, sin lugar a duda, el ejemplo más paradigmático. Sentimos la duda constante de si esto definitivamente se nos ha ido de las manos.
Añoramos cada vez más aquel paseo tranquilo en un entorno especial o aquel baño en unas aguas y fondos marinos limpios. Paulatinamente, vemos cómo carreteras u hospitales comienzan a llenarse. No es extraño enterarse de que los accesos a Famara se colapsan o de que playas como el Jablillo o Playa Chica se cierran por écoli, síntoma evidente de la incapacidad de depuración de las aguas residuales, o que vayan perdiendo su biodiversidad marina.
Por no insistir en el ya estructural problema en el suministro de agua en distintos lugares de la isla y en la emergencia social en ámbitos como el habitacional, que son ya del todo acuciantes.
Lamentablemente, el crecimiento urbanístico y turístico de las últimas décadas tampoco trajo aparejada una mejora tangible del bienestar para la mayor parte de de los residentes, ni por el lado de una mayor calidad de vida ni por el de un mejor nivel de renta.
Por comparación con las islas capitalinas, vemos muy claros los peligros de la masificación. Sin embargo, de igual manera percibimos que la inercia nos lleva inexorablemente, aunque a menor velocidad, al mismo punto de destino.
Escapar de ese escenario tan indeseado pasa por cumplir con dos premisas, tan obvias como complejas: que la población no crezca en exceso, para un territorio tan limitado, y que el turismo se mantenga en niveles controlados.
Si nos abstrajéramos de la dificultad de controlar estas variables, el razonamiento sería sencillo: bastaría con poner cifra al número de residentes y al de turistas que la isla puede asumir y actuar en consecuencia. La tan incómoda capacidad de carga. Un dilema clave que, por complejo que sea, necesita abordarse y que debería estar alejado de la contienda política, por un principio elemental de convivencia.
En los 90, Lanzarote fue pionera en limitar el crecimiento de las plazas hoteleras para proteger su territorio. En la actualidad, urge hacerlo ya también con las viviendas vacacionales, preservando el mercado de vivienda para los residentes y poniendo freno a esta nueva puerta a la masificación turística.
El problema de la vivienda residencial no puede resolverse con la construcción masiva de viviendas, una solución lenta y que abriría también el grifo del exceso poblacional. Favorecer la conversión de complejos turísticos degradados en viviendas y la devolución de viviendas vacacionales al mercado residencial parecen vías apropiadas para intentar revertir el círculo vicioso de la pérdida de vivienda en alquiler para los residentes.
Una regulación local de la vivienda vacacional, restrictiva en los núcleos poblacionales, y una ecotasa que financie, entre otras cosas, una potente estructura de inspección turística serían también pasos necesarios para ello.
La planificación responsable y el consenso político son más necesarios que nunca para abordar con éxito estos retos tan acuciantes. Que los problemas sean complejos y difíciles de atajar no implica que por no afrontarlos se vayan a resolver solos.
Tenemos la alternativa de seguir con los ojos tapados, caminando hacia el precipicio, o la de hacer al menos el esfuerzo de intentar escribir nuestro propio destino.