Opinión

Condenados a vivir

Por Adolfo Yáñez Eluana Englaro, la joven italiana que llevaba en coma diecisiete años y para la que su familia y buena parte de los médicos que la atendían solicitaban que pudiese morir en paz, acaba de irse para siempre entre el estruendo ...

Por Adolfo Yáñez
Eluana Englaro, la joven italiana que llevaba en coma diecisiete años y para la que su familia y buena parte de los médicos que la atendían solicitaban que pudiese morir en paz, acaba de irse para siempre entre el estruendo ...

Eluana Englaro, la joven italiana que llevaba en coma diecisiete años y para la que su familia y buena parte de los médicos que la atendían solicitaban que pudiese morir en paz, acaba de irse para siempre entre el estruendo mediático de quienes, de una forma o de otra, se atreven a mandar en cualquier vida ajena. Hace algunos meses, fue el caso de la francesa Chantal Sébire, que arrastraba la agonía de verse desfigurada monstruosamente por un cáncer doloroso e irreversible, el que alentó por doquier agrias disputas sobre la conveniencia o no de regular cuanto antes la eutanasia. Y todos recordamos todavía al gallego Ramón Sampedro, el tetrapléjico que atravesó ante España entera un largo vía crucis rogando a jueces, médicos y amigos que, puesto que a él no le era posible realizarlo, pusieran fin a días que no le proporcionaban más que un continuo tormento.

¿Qué puede y qué debe hacer la sociedad en circunstancias parecidas a las que sufrieron Ramón Sampedro, Chantal Sébire o Eluana Englaro? Creo que no sabremos responder nunca a esta pregunta en lo que no tengamos claro a quién pertenece la vida humana. ¿A Dios, como dicen algunos, a los Berlusconis o políticos que nos gobiernan (y que en el caso de Eluana han llevado su entrometimiento hasta límites teatrales y vergonzosos) o a los jueces que se limitan a aplicar leyes que otros dictaron? ¿Nos pertenece, quizá, a nosotros mismos y sólo nosotros tenemos derecho a decidir si deseamos seguir viviendo? Resulta curioso que los representantes de la política y de la religión, dos instancias que a lo largo de la historia no dudaron jamás en aplicar duras condenas de muerte, sigan sintiéndose ahora con los mismos derechos para aplicar a las personas la no menos dura condena de vivir, cuando la vida se hace insoportable.

En mi opinión, urge reglamentar con prudencia y valentía ciertos temas y acabar con dogmas personales que se imponen a otros. Me parece respetable cualquier convicción siempre que, el que la sostiene, se la aplique sólo a él y no haga daño a terceros. Lo que juzgo inicuo, sin embargo, es que las formulaciones confesionales de un grupo se intenten extender, por medio de códigos y legislaciones, a la totalidad de los ciudadanos en asuntos tan íntimos e intransferibles como el anhelo que cada cual pueda tener de vivir o de morir. Me opongo con rotundidad a toda condena de muerte, cuando alguien desea seguir viviendo, y a toda condena a vivir, cuando alguien, de forma reflexionada y madura, desea poner fin a su existencia. Y si la persona en cuestión no podrá nunca decidirlo por sí misma, nadie mejor que un padre o una madre, como en el caso de Eluana, para saber qué es lo mejor para su hija. Sin atender griteríos mediáticos ni programas políticos contagiados de ansias de poder ni catecismos de gentes que tardan siglos en pedir perdón por la sangre que un día derramaron o por los errores garrafales que cometieron.

Por Adolfo Yáñez