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Una vida entre cartones

La crisis ha causado el nacimiento de los nuevos pobres, pero tampoco se ha olvidado de poner la vida más difícil a los que ya, de por sí, vivían en la indigencia. Antes, los drogodependientes ocupaban La Rocar y ahora buscan ...

Una vida entre cartones

La crisis ha causado el nacimiento de los nuevos pobres, pero tampoco se ha olvidado de poner la vida más difícil a los que ya, de por sí, vivían en la indigencia. Antes, los drogodependientes ocupaban La Rocar y ahora buscan refugio bajo cualquier techo de Arrecife. El número de toxicómanos y alcohólicos ha crecido en Lanzarote de la mano de la crisis, según afirman las asociaciones sociales. Representan la otra cara de la pobreza, la de las adicciones y las drogas de la que, todavía, es mucho más difícil salir.

Habitan en bancos y en edificios abandonados y consumen drogas y alcohol para olvidar su presente y apagar su futuro. "Cada vez hay más gente en la calle", percibe Sor Ana, que lleva más de una década atendiendo a este colectivo. Basta con darse un paseo por El Charco por la calle Gran Canaria y El Charco de San Ginés para observar esta vieja realidad, la de los sin techo.

Muchos se han dejado arrastrar por el mundo de las drogas, por su dependencia a los estupefacientes. Su estado de salud se agrava según pasan las horas de su desamparada vida en las aceras. Gastan su tiempo en la calle, donde piden limosna a los viandantes, que prefieren torcer la cabeza para evitar esta imagen. Algunos utilizan este dinero para poder comer. Otros para consumir droga. El trapicheo está a la orden del día.

Antonio y José conversan apoyados en un muro en El Charco de San Ginés con un litro de vino entre medias. El primero vive en casa de su madre, que murió hace dos años. No puede pagar ni la luz ni el agua, tampoco la comida. José deambula por Arrecife. Un día duerme en un cajero y otro en un banco. Es seropositivo, tiene hepatitis A y B. "Estoy en fase terminal, ya no me queda mucho", relata sin pena, tras más de diez años en la calle y de ver cómo casi todos sus amigos duermen, ahora, en el cementerio.

El refugio de Sor Ana

Su caso no es ajeno. Así viven muchas personas en Arrecife, que buscan cualquier techo para cubrirse. Según Sor Ana, a su comedor social acuden diariamente más de 50 personas y la mayoría vive en las aceras. "Son toxicómanos y alcohólicos, tirados de la sociedad", dice esta mujer, que lleva décadas dando su atención y preparando alimentos para el colectivo más desamparado y más desprotegido de la isla. Los drogodependientes agradecen este esfuerzo: "Es la única que nos ayuda", sonríe José cuando escucha mencionar a Sor Ana.

Las personas con adicción también tienen cabida en Cáritas, donde intentan que dejen las drogas, pero tal y como asegura la trabajadora social Verónica Pérez, muchas de ellas llegan con dependencias crónicas muy difíciles de tratar. "Cuando viene gente con problemas de drogas, le mandamos a valorar para saber si tienen que medicarse. Yo sigo su caso y veo cómo va evolucionando el usuario. Si la persona tiene un trastorno mental, se le deriva a la psicóloga del centro y, de ahí, a Salud Mental. Si lo consideran conveniente, el paciente empezará terapia", explica.

Todos ellos justifican su vida entre cartones. Aseguran que "las circunstancias de la vida" les llevaron a las drogas y, de ahí a vivir en la calle "sólo hay un paso". Muchos afirman que quieren salir de este mundo y que luchan por ello pero, por desgracia, la mayoría es consciente de que su vida se truncó con la primera raya o el primer chute.

"Mi madre era heroinómana y yo cocainómana. No me pico pero sin droga estoy muy nerviosa", afirma una mujer frente a una casa en ruinas de la calle Gran Canaria. Prefiere permanecer en el anonimato, porque espera dejar la cocaína "algún día". Sin embargo, confiesa que se ha pasado la noche consumiendo y se disculpa por ello ante su compañero que cruza la calle en ese momento. "No me merezco tenerle a mi lado, pero salir de esto es muy difícil, entras en un círculo vicioso", lamenta.

Un trapicheo constante

Poco después de arrepentirse, se despide porque tiene que "ir a buscar". Su rostro es un reflejo de la devastadora consecuencia de la droga. Cerca de ella, sentado en la acera y con un cigarro a punto de consumirse, se encuentra Pepe. Trabaja como gorrilla en la calle José Antonio. "Allí me saco unas monedillas ayudando a la gente a aparcar", cuenta este hombre de ojos apagados. Vive en la cochambrosa casa de la calle Gran Canaria, en la que el tránsito de personas con drogodependencia es continuo y constante.

Dentro de esas cuatro paredes de cemento, de ladrillos apilados unos encima de otros a modo de chabola, se trafica con estupefacientes. Es uno de los focos problemáticos de Arrecife, uno de los lugares donde la compra y venta de drogas es habitual, casi cotidiana.

"No hacemos daño a nadie. Nos drogamos sí, ¿y qué? Ya nos echaron de La Rocar y ahora nos quieren echar de aquí. ¿Qué pretenden que hagamos?, ¿Por qué quierendesahuciarnos? ¡Qué nos dejen en paz!", se queja Pepe, quien se dirige hacia la calle José Antonio a conseguir una limosna. Antes de irse asegura que como él viven "muchísimas personas en Arrecife, muchas más de las que cree el Ayuntamiento que no hace nada más que echarnos", critica.

Solos por culpa de las drogas

Su visión es ligeramente parecida a la de Sor Ana, que vive de cerca los problemas de estas personas y de los duros efectos de la droga. "Hay mucha gente en Arrecife tirada en la calle. Habitan en casas abandonadas, en coches y, si tienen suerte, sus familias les dejan un garaje o un sótano para dormir. Las drogas han hecho que pierdan todas sus relaciones familiares", relata la religiosa.

El comedor social que ella misma gestiona es un fiel reflejo de esta cruel realidad, de las consecuencias de las drogas y de las enfermedades que entraña su consumo. Sor Ana apunta los nombres de los usuarios según van llegando al centro. "Así no hay discusiones sobre a quién le das primero la comida", indica esta mujer, al tiempo que señala que la libreta sirve también "para demostrar delante de la policía que ellos estaban en el comedor si ésta les acusa de un delito". "El cuadernito ha salvado a más de uno de pasar por comisaría", añade.

Antonio y José siguen conversando en El Charco de San Ginés. Cerca suyo, en el banco más próximo, se encuentra Manolo, que les mira desde lejos. Este hombre tiene ya 60 años de edad y su pensión de 400 euros no le da "para nada". "Mi hermano me compra la comida y me la manda y el resto del tiempo pido alguna ayuda y voy a Cáritas a comer y a donde Sor Ana a cenar", explica. "Con el dinero alquilo un piso en Arrecife que comparto con otras cuatro personas. La vida es así, hay que adaptarse a lo que sea y sobrevivir como en la jungla", señala.

Vidas forjadas en la acera

Su día a día es muy parecido al de Antonio y José pero les separa una gran diferencia. Manolo no se droga, Antonio y José son toxicómanos, según cuentan ellos mismos. "Encontré a mi madre agonizando en el sofá de mi casa. Murió a los tres días en el hospital. Mi familia me ingresó en un manicomio en Gran Canaria. Querían quedarse con todo, yo les daba exactamente igual. Pero volví a Lanzarote y aquí estoy, tirado, pero en mi casa". Antonio relata su historia con lágrimas en los ojos entre sorbo y sorbo a su tetra brik de vino. Su menú del día se basa en el alcohol y en la lasaña que le han regalado en una tienda de comida preparada de Arrecife. Probablemente la comparta con José. "En la calle hay que ayudarse", indica.

José ya sólo cuenta los días en que sus ojos se apagarán para siempre. No tiene fuerzas. Ha sido testigo del fallecimiento de demasiados amigos por culpa de las drogas. "He adelgazado 20 kilos desde enero. En 2002 estuve a punto de morir. Tuve que ver cómo mis amigos morían en la cama de al lado, cuando eran ya esqueletos", afirma este hombre que pese a su apariencia, sólo tiene 34 años.

Estas personas se consumen en vida. Sus ganas de salir adelante las abandonan diariamente tras el rastro de la droga, de la que posiblemente no saldrán jamás. Habitan en las calles de Arrecife y piden ayuda para aguantar un día más pero ni siquiera tienen el convencimiento de que mañana se despertarán de nuevo. "Esto se acaba, quizá sea mejor así", se abandona José.