Se asentaba la «filosofía» del añorado César Manrique, factótum de la preciosa isla de Lanzarote, en la máxima de que el hombre no debe alterar la naturaleza sino complementarla, sin intervenir agresivamente en los dones que nos regala. Treinta años después de su fallecimiento –murió el 25 de septiembre de 1992– sus planteamientos siguen vigentes.
Hace unos días, con ocasión de un reciente viaje a las islas, tuve la oportunidad de visitar, por primera vez, Arrecife. Era la cuarta ocasión que estaba en Lanzarote y no había excusa posible -más allá de las críticas de algunos turistas y lugareños- para no conocer su capital desde el siglo XVIII y lugar de nacimiento, por cierto, del propio Manrique.
La sorpresa fue grata. La idea, a todas luces equivocada, de que no merece la pena ni un mero paseo por sus calles, es un juicio bastante injusto, por no decir temerario. Arrecife es una ciudad agradable, coqueta, y con muchísimas posibilidades. Bien es cierto que presenta las deficiencias propias de una capital insular de pequeño tamaño, con una historia bastante reciente y con urbanismo ciertamente alejado de la armonía característica de la isla.
El mar baña la villa dejando, sin embargo, hermosos y variados paisajes a lo largo de un paseo que ya quisieran para sí muchas urbes de la península. Mejor no dar nombres para evitar roces localistas innecesarios. Desde la playa del Reducto hasta el Castillo de San Gabriel, sin olvidar la zona portuaria, podemos encontrar una agradable caminata, con zonas ajardinadas, aceras anchas y un mobiliario urbano elegido con gusto y bien conservado.
La línea de costa da grandes satisfacciones para el visitante. El charcón de San Ginés es un lugar encantador, cuya fotografía es tan espectacular como original. Quizás no se es consciente, incluso entre los propios habitantes de Arrecife, de su belleza y tranquilidad. Es algo a no perder de vista.
El problema empieza cuando dejamos atrás la iglesia de San Ginés y sus zonas colindantes. Al adentrarse en el resto del entramado urbano pueden observarse los vicios típicos de una ciudad de mar y de expansión sesentera. Aparte del solitario rascacielos, es común toparse con edificios destrozados, solares polvorientos, pavimentos deteriorados... En definitiva, una decadencia que no pasa inadvertida para cuántos la hemos visitado.
En más de una ocasión se ha escuchado decir que Arrecife es el «patito feo» de Lanzarote, pues no se caracteriza por las típicas construcciones encaladas ni por el esmero en el cuidado de detalles arquitectónicos y naturales, como sucede prácticamente en toda la isla. Recuperar el bancos, farolas y jardines de la parte interior, cuidar la limpieza de las calles y ordenar las nuevas edificaciones, en altura y estilo, son tres actuaciones básicas para ejecutar si los conejeros quieren quitarle el sambenito a su capital.
La supuesta –y falsa– fealdad de Arrecife radica en una mera cuestión de falta de voluntad, no de posibilidades. La solución pasa por plantear un programa, ambicioso, de recuperación de fachadas y de remozado en general. Es muy fácil, sólo hay que apostar todo al blanco lanzaroteño y la ciudad empezará a resplandecer. El sol hará el resto.
Borja del Campo Álvarez
Profesor Ayudante Doctor de Derecho Civil de la Universidad de Oviedo