El pasado jueves, la Defensora del Pueblo, Soledad Becerril, presentó en el Congreso el informe de su Oficina correspondiente a 2016. Un documento que, por desgracia, siempre nos hace plantearnos cuánto tenemos que cambiar aún como individuos y como sociedad.
En esta ocasión, se ha dedicado un apartado específico del informe a la violencia contra la mujer porque, si bien, según la estadística presentada, en 2016 el nu?mero de vi?ctimas mortales fue el ma?s bajo de los u?ltimos diez an?os (44 mujeres y un menor de edad), los terribles datos de este año (21 mujeres asesinadas cuando se escribe este artículo) hacen que pensemos que esta reducción de los asesinatos ha sido solo un espejismo.
Además, el año pasado fue terrorífico en cuanto a vulneración de nuestros derechos, de manera pública y privada, con una media 390 denuncias diarias por violencia de género y 134.462 en todo el año.
Creí, entonces, necesario centrar mi intervención en este doloroso tema sobre el que hay que seguir hablando, denunciando y legislando.
En ella, recordé que ya existe una Ley Canaria para la Prevención y Erradicación de la Violencia Contra las Mujeres, de 2003, que es anterior y mucho más avanzada que la estatal, puesto que categoriza como violencia contra las mujeres todas las formas de violencia para el dominio y la subordinación: trata, agresión sexual, acoso sexual y acoso laboral por razón de género, abuso a las niñas, mutilación genital, abuso de guerra contra las mujeres… y no solo la violencia en el ámbito doméstico y de la pareja.
Defendí, también, que se tiene que integrar y aglutinar a todos y cada uno de los agentes que intervienen en la lucha por la erradicación de la violencia de género: la justicia, la sanidad, los colegios profesionales, la sociedad civil, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de Estado y las distintas administraciones públicas.
Y hay que trabajar, conjuntamente, en algo fundamental: la prevención. Para ello tenemos que incluir en el nuevo sistema educativo una asignatura específica que trabaje sobre la erradicación de estereotipos de género y sobre el fomento de la igualdad real.
Además, hay que poner en marcha programas que permitan prevenir la violencia de género en las relaciones de pareja en la adolescencia, antes de que se consolide la violencia en relaciones en el futuro.
Otro asunto fundamental para la protección de los menores es que no se concedan custodias compartidas en supuestos de violencia de género y que se elimine de la praxis judicial la aplicación del SAP (Síndrome de Alienación Parental), que la propia judicatura desaconseja, y se aplique la retirada de la patria potestad al agresor, en primer lugar, como medida cautelar judicial con la presentación de la denuncia en los Juzgados de Violencia, y su retirada definitiva en los casos de sentencia condenatoria firme.
Muchas mujeres de mi generación, que vimos llegar, con ilusión, la Democracia y trabajamos para que fuera una realidad, creíamos, ingenuamente, que las conquistas alcanzadas culminarían, en pocos años, con la consecución de la igualdad real.
Esta convicción venía apoyada -eso pensamos- por muchas y muy claras señales: cada vez éramos más en las universidades, ya no necesitábamos permiso paterno ni del marido para hacer cosas tan normales como viajar; se legalizó el divorcio... Redoblamos los esfuerzos, trabajando dentro y fuera de casa. Intentamos no sentirnos culpables por tener una carrera y no poder estar con nuestros hijos las mismas horas que nos dedicaron nuestras madres. Si llorábamos por ello, siempre era de noche, porque el día no nos daba para más, ocupadas en demostrar que no solo podíamos, sino que debíamos romper las barreras, los techos de cristal, los prejuicios.
Hemos educado a nuestras hijas libres e independientes, hemos querido que estén seguras de sí mismas. Las hemos alejado de todo aquello que pudiera hacerlas creer que eran inferiores.
Nos hemos propuesto que nuestros hijos hicieran las tareas domésticas, que aprendieran valores como igualdad, respeto, solidaridad. Que no justificaran jamás a quien acosa, abusa o falta al respeto en público o en privado.
Pero no ha sido suficiente.
Las víctimas de violencia de género, en muchos casos, tenían hijos. Niños que presenciaron tanto los abusos previos como el terrible fin de sus madres. Menores privados, de golpe, de su infancia. Pequeños que tardarán en recuperarse, si lo hacen, del horror vivido. De eso trata el machismo. De horror.
Da igual que sean micromachismos, píldoras o dardos envenenados que van extendiéndose -unos más evidentes, otros más sibilinos- como una mancha de aceite hasta que, de tanto oírlos, apenas reparamos en ellos.
Michelle Obama lo describió de manera magistral en su discurso de apoyo a la campaña de Hillary Clinton en New Hampshire. "Es ese sentimiento desagradable que tienes cuando vas por la calle, en tus cosas, y algún tipo te grita vulgaridades sobre tu cuerpo. O cuando ese hombre, en el trabajo, se pone demasiado cerca, durante demasiado tiempo, y te hace sentir incómoda en tu propia piel".
Escuchando atentamente este vigoroso y necesario discurso, que meses después sigo recordando, una solo puede lamentarse de su ingenuidad juvenil.
Y pensar que, cada día, las mujeres que tenemos voz y foros donde expresarnos, que trabajamos en la esfera de lo público, en cualquiera de sus manifestaciones, tenemos la obligación ineludible de gritar que no es suficiente. De denunciar que faltan leyes, recursos económicos, protección de las víctimas y sus hijos, formación y concienciación de los jueces y funcionarios, ampliación de los supuestos de violencia de género para que se proteja a cualquier mujer susceptible de sufrir un abuso, del tipo que sea. De que decir que falta educación en valores igualitarios. De trabajar para que ese sueño de igualdad que un día tuvimos se acerque, cada vez más, a la realidad y no haya más violencia contra las mujeres en ninguna de sus formas.
Ana María Oramas González-Moro, Diputada de Coalición Canaria en el Congreso